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al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.

– ¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!

¿Quién diablos me llamaba?

Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que le pudo escuchar el chino del "fondak" frontero:

– Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.

Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un tur- bante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:

– Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.

Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano, y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa, y el primo Guillermo me lo presentó:

– Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.

El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:

– A ti puedo confiarme -miró en derredor, cautelosamente-. Este prodigioso niño, llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centímetros

– ¿Y dónde descubrió ese prodigio?

– A ti puedo confiártelo. Es en el Oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.

– ¿Y por qué no la cazó él?

El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:

– Te diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra…

El primo Guillermo masculló:

– ¡Supersticiones! ¿No sabes, acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?

– ¿Y qué piensas hacer tú? -interviene yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.

– Contrataré a dos indígenas, cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.

Taman, el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:

– Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.

Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:

TAMAN: Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.

GUILLERMO: únicamente le pegaré cuando haga falta.

TAMAN: Pero ni con el puño ni con el bastón.

GUILLERMO: Pero si podré utilizar una vara flexible.

TAMAN: Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.

GUILLERMO: Sí.

TAMAN: Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.

GUILLERMO: Sí; menos cuando esté de guardia.

TAMAN: No serás con él cruel ni autoritario.

GUILLERMO (impaciente): ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!

TAMAN: Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.

Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que les formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.

Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdadera colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol. Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban a caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.

Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos bambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.

Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenales, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran concertar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.

El "Ojo de Alá", como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!…

Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébano; luego descendimos a un valle, y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorilla

a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.

El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá muy lejos el confín aguanoso del Océano Indico. A pesar de que estábamos en verano, allí arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible. Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida Tananarivo oímos el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao. Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.

Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanales y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo… ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!