Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.
Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache, y les dijo:
– Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tana- narivo con la flor completa, les daré el doble.
Armados de hachas y palancas, Agib y el malgache, comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.
– Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.
Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.
Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.
Yo mentiría si dijera que la muerte del "Ojo de Alá", como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia. Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.
Y con esta preciosa carga una semana después entrábamos al tabuco de Taman.
– Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.
Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.
Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio; luego Taman dijo:
– ¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?
Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final de "Ojo de Alá". Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo dijo:
– ¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!
– ¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme, ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?
– ¡Cómete esa orquídea, he dicho!
– Entendámonos, Taman: tu querido sobrino…
– ¡Vas a comerte esa orquídea, perro!
El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:
– Escúchame, honorable hermano mío…
Una sombra de ferocidad cruzó el rostro de Ta man. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.
– Taman, piensa…
– ¡Come! -ladró Taman.
Entonces, por primera y probablemente por última vez en mi vida, he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor. Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.
Estuvo dos meses enfermo del estómago y cuando creyeron que se había curado, una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde "se comió su fortuna".
LOS BANDIDOS DE UAD-DJUARI
Era siempre el mismo y no otro.
Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calada al modo morisco, que adorna a la fuentecilla del "fondak", veíamos a un niño musulmán de ocho a nueve años de edad, quien, al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilmente nos saludaba:
– La paz…
Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondisimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas campesinas de las kabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón, a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.
Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenía y yo nos habíamos conocido en el Hotel Continental, donde nos alojábamos. Ésta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:
– ¡Qué felices parecen! ¡Cuánto deben quererse!
No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño.
– La paz…
Era el maldito niño musulmán que nos saludaba correctamente. El pequeño, después de saludarnos, se sentó muy gravemente a la orilla de la fontana y se puso a mirar, con el gesto pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de piel de cabra que le colgaban de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un pequeño fez rojo, muy elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita que era la mar de graciosa.
"¡Maldito sea el niño y su gracia!", me decía yo.
El dichoso pequeñito, cada vez que nos veía, se llevaba la mano al corazón y nos saludaba ritualmente:
– La paz…
Arsenia estaba encantada con el chiquillo.
– ¡Vea usted qué gracioso! -me decía-. ¡Qué bonito! ¡Qué educado!
Yo escuchaba esos elogios con el aire displicente del que de ninguna manera participa de ellos.
El dichoso niño jamás se nos acercó como otros niños a ofrecemos ni guitarras de caparazón de tortuga (tortuga sintética fabricada en Alemania), ni carteras moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni puñales con leyendas coránicas repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar estampados en París. El niño, como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las manos a los labios, a la frente y al corazón, y de ahí no pasaba.
Yo, que sin razón alguna me jactaba de conocer a los orientales mejor que Arsenia, le decía:
– El niño ése debe ser un granujilla de la peor especie. Me resulta cien veces más hipócrita que esos otros truhanes que le cargosean a uno ofreciéndole "recuerdos" apócrifos.