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– No hable así de ese inocente -me repondía Arsenia, malhumorada. Y con gran fastidio de mi parte, le enviaba un beso al niño en la punta de sus dedos, y el inocente nos seguía por la callejuela con la larga mirada de sus ojos aterciopelados.

– ¿Dónde vivirá ese muchachito? -me preguntaba Arsenia.

– Supongo que en cualquier caverna…

– ¿Por qué no le llama?…

– En fin… si usted quiere…

– Sí… Llámelo…

¿Qué otro remedio me quedaba? Esa mañana, en cuanto llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al niño. A nuestras preguntas respondió que se llamaba Abbul y que se ganaba la vida guiando a los turistas.

– ¿A dónde guías tú a los turistas? -dijo Arsenia.

– A la Casa de la Gran Serpiente.

– ¡La Casa de la Gran Serpiente! ¿Qué es eso?

– Pues, escúchame, señor, y verás -dijo el niño-. Mi padre, que es un excelente hombre de la kabila de Anyera, tiene una serpiente de once varas de largo metida en un pozo cubierto con una tapa de vidrio. Todos los días, a la diez de la mañana, la

serpiente devora un cabrito vivo. Siempre hay forasteros y turistas que tienen curiosidad de ver cómo la Gran Serpiente se traga un cabrito vivo, y qué es lo que hace el cabrito en el fondo del pozo cuando ve que la Gran Serpiente se le acerca con la boca abierta…

Yo miré a mi amiga como diciéndole: "¿No le decía yo que este niño es un canallita de solemnidad?" Pero Arsenia ni se dignó mirarme… Inclinada sobre el niño, que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias, dijo:

– ¡Qué horrible! ¡Eso debe ser terrible!…

El pequeño Abbul se sonrió como una tímida colegiala, y respondió:

– La serpiente abre una boca espantosa y el cabrito llora en un rincón… Siempre la boca del pozo está rodeada de turistas…

– Es horrible -insistió Arsenia. Y acordándose de mirarme, dijo-: ¿Qué le parece si fuéramos?

– Vamos.

– Tú nos acompañas -le dije al niñito modosito como una colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha, mientras que Arsenia, un poco histéricamente, se creía obligada a decirme:

– Yo creo que no voy a soportar eso. Creo que me voy a desmayar. Pero, ¿será cierto, Abbul, que la serpiente tiene once varas de largo?

El niñito musulmán aseveró gravemente:

– Once varas. Puede tragarse a una oveja gorda, reventarlo a un caballo, dejarlo triste a un elefante.

– La policía no debiera permitir eso -dijo Arsenia. Y agregó estremeciéndose-: ¿Queda muy lejos de aquí?

– ¡Oh, no, señora! -dijo el pequeño Abbul-. Cruzando el Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza.

– Si tomáramos un automóvil…

– No -replicó el niño-. En quince minutos de camino estaremos allí.

Entramos en un túnel que era una callejuela, cuyo torcido rumbo techado de arcos de ladrillos estaba poblado de misteriosas figuras. Dejamos atrás la ensangrentada puerta de Bab Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas de los ajusticiados. Nos detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos a la entrada del cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas verdes, grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que un esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de bronce cargada sobre su espalda.

El niñito musulmán caminaba delante de nosotros, y Arsenia y yo, sumergidos en nuestros pensamientos, que giraban encantados alrededor del paisaje, nos alejamos insensiblemente de las murallas de la ciudad.

Poco después nos cruzamos con varios tuaregs arrebujados en el lomo de sus camellos, y de pronto nos encontramos frente a un puentecillo rústico, de troncos verdes, que cruzaba el Uad-Djuari, Río de las Perlas. La lonja de plata viva se perdía en la oscuridad ramosa de un bosquecillo próximo.

– ¿Queda muy lejos?

– No -respondió el niño-; queda allí, junto al molino de aceite.

Habíamos entrado en un camino completamente bloqueado de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó en un sendero áspero y salvaje. Arsenia tenía las mejillas ligeramente encendidas. El maldito niño caminaba ahora dando largas zancadas. De pronto, los cascos de un caballo resonaron a nuestras espaldas; nos volvimos y pudimos ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar. No me quedó duda. Eran bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos vigorosos desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un garrote; sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido a tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe del grupo me dijo que podía bajar los brazos.

El mocito musulmán, recatado y vergonzoso como una niña, había desaparecido.

Arsenia y yo nos mirábamos estupefactos. Comprendimos. Habíamos caído en una trampa. Estábamos secuestrados… ¡Secuestrados a las puertas de Fez!… ¡Qué horror! Acongojados, emprendimos la marcha, rodeados de aquella gavilla de ladrones, con renegrida barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura al cinto.

¡Secuestrados a las mismas puertas de Fez! Parecía mentira.

Abría la marcha un bandido de larga lanza apoyada en el estribo de su potro. Por momentos, los beduinos se confidenciaban, acercando las cabezas protegidas por albornoces listados de brillantes colores. Yo había tomado del brazo a Arsenia, por cuyas mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero no pensaba en ella. Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría un céntimo de rescate por mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la situación de Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en que aún se compraban esclavas…

Finalmente, cruzando el boscoso aceitunal, llegamos a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo semidesnudo. Arsenia y yo entramos. El interior de nuestra prisión, en contraste con el miserable aspecto exterior, estaba decentemente aderezado. Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras del suelo estaban desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata había una cajetilla de cigarrillos turcos. Arsenia se dejó caer sobre un almohadón y comenzó a llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y traté de consolarla.

– Querida Arsenia, no llore. Esta gente se limitará a pedir un rescate. Nada más. El que puede perder la cabeza en esta aventura soy yo, porque mi familia no pagará un céntimo, porque no lo tiene… Usted quédese tranquila… No tema…

Arsenia encontró fuerzas para sonreír entre sus lágrimas, y dijo:

– ¡Nunca, Alberto, nunca! Yo no lo abandonaré. Usted tenía razón. Ese niño…

– ¡No me hable del niño, por favor!

Súbitamente se abrió la puerta y apareció el jefe de los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte, este bribón era un francés de pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y con gafas cabalgando sobre una nariz sumamente respingada. Se detuvo en medio de la habitación y dijo:

– Señorita, caballero: tanto gusto.

Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés:

– Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos, existe un ochenta por ciento que dice: "Lástima enorme que la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco." Pues bien: yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada en cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los "secuestrados" gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los turistas tiene la casa.