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El ex marido, el babuchero, no le inspiraba curiosidad ni odio. Era el hombre que acumula dinero, mueve parsimoniosamente la cabeza y trata de estar bien con todo el mundo porque así conviene a sus intereses. Sin embargo, Ibu Abucab debía despreciarla. Jamás había intentado comunicarse con ella. Bajo ese silencio, probablemente se consumía un amor humillado y cargado de rencor. Quizás la hubiera olvidado, pero cuando pensaba que a ese hombre de ojos lechosos le había regalado dos años de matrimonio, su sensibilidad se crispaba de soberbia y frialdad. No; Ibu Abucab no la olvidaría nunca.

De manera que aquella mañana soleada no se extrañó cuando, después de muchos años, vio entrar a su casa a la vieja Menana, nodriza de su ex marido. La anciana, después de saludarla e informarse de un montón de bagatelas, fue al asunto:

– Ibu Abucab desea verte… Un hombre de Taza ha dejado en su tienda un collar de perlas, y quiere mostrártelo, pues sabe que tú entiendes de piedras preciosas, y él en cambio no conoce sino pellejos y babuchas.

Rahutia miró una mancha de luz sobre el alto muro encalado, luego fijó la mirada en su esclava, que derramaba un odre de agua en una ánfora de bordes dorados, y respondió, calmosa:

– Dile que iré esta noche…

Cuando Rahutia, en compañía de Ibu Abucab, pasó a la trastienda del comercio, comprendió que no tendría que examinar ningún collar.

Un negro, con bombachas anaranjadas y chaleco verde, custodiaba la puerta por donde había entrado. Soportaba una alfombra arrollada bajo el brazo. Del centro de la alfombra salía la punta de una espada. En un cojín permanecía sentado el hermano de El Mokri. El joven no se dignó responder al saludo de la mujer, pero, dirigiéndose al babuchero, le dijo:

– Tú puedes aguardar afuera.

El babuchero salió sin pronunciar una palabra.

Rahutia miró en rededor. Estaba en presencia de misteriosos enemigos. El negro corrió la cortinilla de la entrada, y Rahutia, después de examinarle despectivamente, le preguntó:

– ¿No eres tú el aguatero que chilla como una mujerzuela todas las mañanas frente a la tienda de Alí?

El negro no respondió una palabra. Bajo el sobaco soportaba la alfombra arrollada, de cuyo centro salía la punta de la espada.

El hermano de El Mokri intervino:

– ¿Tú eres Rahutia, la bailarina? Rahutia miró fríamente al joven:

– No has respondido a mi saludo ni me has ofrecido asiento. Tu apariencia es la de un señor, pero tu conducta es más grosera que la de un esclavo. El joven se levantó, las mejillas ruborizadas de furor:

– Yo soy hermano de El Mokri, el hombre que por tu culpa se mató en Fez. Te he condenado, y he venido a cortarte la cabeza.

Rahutia avanzó serenamente hasta un cojín, se dejó caer allí, levantó los ojos hasta el pálido semblante del joven:

– ¿De modo que tú eres hermano de El Mokri? ¿No has sido tú quien, en Tremecén, mandó echar veneno en mi baño?…

– Soy yo…

Rahutia hizo jugar los alambres de oro que se arrollaban a sus muñecas; luego, cruzándose de piernas y mostrando sus pantalones de seda recamada de plata, apoyó el mentón en el puente de las manos entrelazadas. Reflexionó un instante:

– Hace mucho tiempo que me persigues. ¿Qué puedo hacer yo por ti?

– ¡Hacer por mí!…

– Naturalmente. Tu hermano ha muerto de muerte que se dio con sus propias manos, y tú me persigues queriéndote cobrar con mi vida. ¿Qué calidad de hombre eres tú?

Rahutia hablaba sin cólera, con la triste lentitud de una mujer que ha presenciado demasiados sucesos para ignorar que el Destino los resuelve casi siempre de un modo inesperado y en un minuto muy breve.

El hermano de El Mokri estalló:

– Yo soy un señor y tú eres una hiena de sepulcros. ¿Cómo te permites hablarme en ese tono? No estoy aquí para cambiar contigo palabras inútiles. He venido a cobrarme con tu vida la vida de mi noble hermano…

Una ola de sangre subió hasta las sienes de Rahutia. Dominó su cólera, y dijo:

– Haz salir a ese esclavo, y te diré mucha cosas.

El joven vaciló. Rahutia sonrió:

– Tienes miedo de una bailarina.

El joven hizo una señal al negro, y el aguatero salió con su alfombra y la espada.

– ¿Qué tienes que decirme?

Rahutia se levantó y fue a sentarse junto a su enemigo. El capuchón de su capa blanca se le había caído sobre la espalda, y su cabello enmarcaba con finas ondas su rostro largo y fino, encendido por una llama de madura gravedad. Con firmeza puso la mano sobre la espalda del joven:

– Yo no lo empujé a la muerte a tu hermano. Tu hermano traicionaba por igual al Califa y al Sultán Tu hermano me encontró cuando el hacha del verdugo estaba muy cerca de su cabeza. Se comunicaba con Alí, el negro de Taza, agente de Abd-elKrim. Quería huir del Maghreb y llevarme consigo. Yo no le amaba… ¿Por qué iba a seguir a un hombre que ya estaba muerto? Tu hermano se había enredado con extranjeros terribles. Tu padre lo supo, y antes que el Califa le cubriese de vergüenza, vino a Fez y visitó a El Mokri, amenazándole matarle con sus propias manos si él no lo hacía. Y cuando tu hermano, borracho de kif, se ahorcó en mi casa, todos los lavadores de escudillas de Fez dijeron: "La culpable es Rahutia."

El joven reflexionó:

– Tus palabras son graves e increíbles. ¿Qué prue

bas tienes? Mi padre ha muerto. Mi hermano también. Los franceses han fusilado al negro Alí. ¿ Cómo creerte?

Rahutia frunció el ceño.

– Yo ignoraba, cuando venía hacia aquí, que encontraría al enemigo de mi vida.

Hablaba, pero sus manos continuaban jugando con las ajorcas de oro.

El hermano de El Mokri se sintió afectado por esa calma. La bailarina le dominaba a su pesar con aquella infinita serenidad.

– Estás mintiendo.

– Mírame a los ojos.

El hombre apartó los ojos de un versículo que en oro culebreaba en el tapiz, y los fijó en la mujer.

Aquel rostro largo, fino, que había besado apasionadamente su hermano lo perturbaba. ¿Mentiría ella o no?… Iría a caer entre sus garras. Lo atraía. A través de la tela de su chilaba sentía que la temperatura de aquella mano tan ardiente se iba filtrando a lo largo de su ser como un filtro de aborrecida y ansiadísima debilidad.

Apelando a su voluntad, estranguló la ola de emoción que se le subía a los ojos, y, entristecido, fatigadísimo, habló como a través de un sueño, con palabras muy pesadas:

– Que Alá me condene si eres inocente… Rahutia comprendió que no debía esperar más, y

una ajorca de oro cayó de su mano y rodó por el esterillado. El hombre se levantó y corrió hasta la ajorca, se la entregó a la bailarina, y Rahutia, más angustiada que nunca, bajó la voz:

– Te diré algo terrible. Algo que te convencerá. Tu hermana puede dar testimonio.

Y su cabeza se inclinó hacia el oído de su enemigo, que también acercó la cabeza a los labios de la bailarina.

El brazo de la mujer cortó el aire como la correa de un lático, y el mozo tuvo en el corazón la sensación de la cornada de un becerro. El puñal de Rahutia se había clavado en su pecho, quiso gritar, pero únicamente pudo morder la palma de aquella mano ardiente y perfumada que le amordazaba. Y mientras las sombras de la muerte llenaban sus ojos, alcanzó a escuchar aún aquella dulce voz femenina que le decía:

– Te he dicho la verdad… toda la verdad…

El cuerpo del moribundo se desplomó sobre los cojines, y Rahutia retiró su mano ensangrentada por la cruel mordedura. Miró en derredor.

Levantó una cortinilla y entró a una pequeña habitación donde había un pequeño operario dormido. De allí pasó al jardín; una escalerilla de ladrillo, sin pasamano, conducía a la casa de Gannan, el platero. Las estrellas lucían como faroles en el, alto cielo; las palmeras recortaban el espacio semejantes a fatigados abanicos.

Rahutia corría a través de las terrazas como un fantasma; las mujeres de otros harenes la veían pasar, pero con esa solidaridad cómplice que liga a todas las musulmanas, fingían no verla…