Marbruk ben Hassan corrió al encuentro de él, tomó humildemente la mano del anciano y la mantuvo apretada contra sus labios durante unos instantes. Aischa se retiró.
– ¿Tú aquí, padre?
El anciano avanzó dignamente por la terraza, se sentó en cuclillas sobre una alfombra, y Marbruk ben Hassan permaneció de pie, sin atreverse a sentarse. Tampoco, por respeto, tomó la palabra. Su padre miró en derredor con escrutadora mirada. Finalmente, dijo:
– Puedes hablar.
"El hombre de la limosna" reparó que su padre no le invitó a sentarse, y aunque estaba en su propia casa, continuó de pie, y dijo:
– ¿Cómo se encuentra nuestro señor, el Sultán? ¿Y mi noble madre? ¿Y mi hermano? ¿Y mi hermana?
El cadí, con voz cansada dio noticias:
– Tu madre estuvo enferma, pero bebió leche hirviendo en la cual había bañado una hoja del Corán, y su salud se restableció. Tu hermano ha sido designado por nuestro señor el Sultán con una misión secreta en El Cairo; tu hermana ha dado a luz un hermoso niño. Y tú, ¿cómo estás de salud?
– Bien, padre. Pero, ¿me permites preguntarte cómo te has atrevido a afrontar las fatigas de tan largo viaje? ¿Por qué no te dignaste avisarme de tan alto honor? ¿O es que sucede algo?
El cadí miró fríamente a su hijo; luego, recalcando palabra por palabra, dijo:
– Sí. Prepárate a rezar "la oración del miedo". Vengo a matarte…
Marbruk ben Hassan levantó despacio los ojos del dibujo de la alfombra verde.
– ¿Has dicho que vienes a matarme?
– Sí. A menos que prefieras darte muerte con tus propias manos.
– ¿Por qué me dices eso, padre?
El cadí, a pesar de su edad, de un salto se puso de pie. Su diestra se apoyaba ahora en el labrado mango de oro de un puñal que le cruzaba la cintura. Una luz sombría como la que destellan las gemas del salitre centelleaba en el fondo de sus pupilas. Sin embargo, su voz era suave. Dijo, bajando el tono:
– ¡Perro! Traicionas a nuestro señor el Sultán. Traficas armas para sublevar las tribus. Ocultas dos carros de cartuchos en el fondo del pozo seco de tu finca de Msella. Secuestras monedas de plata. La clemencia de Alá ha impedido que la cólera de nuestro señor el Sultán cayera sobre mi cabeza y la de nuestra familia. ¿Con ese fin asesinaste a Ismaíl? ¿Para engañarnos a todos? Ililla tiene en sus manos todas las pruebas de tu traición. ¡Por Alá que tengo que esforzarme para no clavarte el puñal en la garganta! ¡Eres más falso que una ramera!
"El hombre de la limosna" callaba. Bajo la muselina de su turbante la frente se cubría de gotitas de sudor.
El cadí continuó:
– Una buena acción nunca se pierde. Cuando yo era joven tuve un acto de consecuencias con Ililla. Ililla lo recordó. Hace un mes vino a mi casa, me mostró las pruebas de tus crímenes, y me dijo, bondadosamente: "Toma varios hombres de mi escolta, vete a Dimisch esh Sham y mata a ese imprudente. Nuestro señor el Sultán jamás sabrá de la traición de tu hijo. Alá le bendiga a él y a su familia."
Marbruk ben Hassan exclamó, mientras pensaba en otras cosas:
– Alá se apiade de mí.
El cadí, apaciguado de haber exteriorizado su furor, continuó:
– Es inútil que intentes eludir la sentencia. Tu casa y los jardines están rodeados por mis hombres. Escoge: ¿Te matas o mando yo que te maten?
"El hombre de la limosna" reflexionaba rápidamente.
– Padre: únicamente el Destino señala el camino de los hombres, y los hombres lo siguen humildemente. Yo he tomado mi camino, pero no quiero que mi familia cargue con la vergüenza de mi secreto. Es preferible que me dé muerte con mis propias manos. Sólo quiero pedirte una gracia. Autorízame a repartir mis escasos bienes entre algunos creyentes, que no me olvidarán jamás en sus oraciones.
– ¿Quiénes son?
– Aischa, mi esclava, y Baba el Ciego. Baba el Ciego acostumbra a dormir en el pórtico de la mezquita de Ez Zinaniye. ¿Me permites mandarle a llamar con mi esclava?
El cadí pensó: "Evidentemente, el ciego sería portador de algún mensaje que permitiría establecer quién era el vendedor de armas que las conducía a Fez. Haría detener al ciego a la salida de la casa de su hijo." Respondió:
– Llama a tu esclava.
"El hombre de la limosna" golpeó el gong, y Aischa apareció:
– Aischa, vé a la puerta de la mezquita de Ez Zinaniye y trae a Baba el Ciego.
Salió Aischa, y el anciano cadí insistió:
– ¿Quieres rezar conmigo "la oración del miedo"? Marbruk ben Hassan compungió el rostro y dijo,
finalmente:
– Perdóname, padre. No soy digno de estar a la sombra de tu cuerpo. Pero ahora creo que la paz de Alá estará en mí. Que jamás mi madre, ni mi hermana; ni mi hermano sepan del benévolo castigo que has tenido a bien suministrarme. Dale también las gracias al piadoso Ililla. Te ruego ahora, padre, que me dejes solo.
Por un instante la sombra de una emoción pareció temblar a través del semblante del anciano. Señaló con su mano amarillenta el cielo estrellado y tan bajo como el techo de la tienda de un beduino, y dijo:
– Pronto nos encontraremos allá. La paz en ti… Y, grave, después de vacilar un instante, le alargó la mano. "El hombre de la limosna besó piadosamente la diestra de su padre, y el anciano salió…
Marbruk ben Hassan quedó solo. ¿Quién era el perro que le había traicionado? Muy tarde ya para imaginarlo. Tenía que intentar la fuga. Si alcanzaba a reunirse con Mahomet Bey se reiría de los asesinos mudos que traía su padre. Los haría acuchillar a todos… ¿Y si Mahomet Bey se negaba a mezclarse en la partida perdida? Podía refugiarse en el consulado alemán. Von Freser había varias veces intentado insinuárselo. ¿Ofrecer su experiencia al Servicio Secreto Alemán? El tiempo que restaba era precioso. Rápidamente se despojó de su túnica, de sus finos pantalones, de su chaqueta bordada de oro, de sus medias de seda blanca. Rápidamente bajó a la cocina; en el almirez de Aischa echó algunos ajos y los machacó, luego comenzó a friccionarse el cuerpo. No se podía estar a un paso de él, tan repugnante era el hedor que despedía. Luego se friccionó con carbón. Entró al cuarto de la esclava; allí había colores. Su oído percibió la puerta de calle que se abría y corrió al encuentro de Aischa. Gracias a Alá, la esclava volvía trayendo por una mano al ciego. Sin embargo, la esclava casi gritó al verle: no lo había reconocido… Violentamente, Marbruk ben Hassan se llevó un dedo a los labios, se acercó al ciego, y apoyándole el puñal sobre el corazón le dijo:
– Como hables una palabra te mataré. -Y dirigiéndose a Aischa, ordenó-: Llévalo a la sala de abluciones.
– La casa debía pertenecer a un hombre muy rico -continuó narrando el ciego al círculo de oyentes que a la luz del farol escuchaban su relato-, porque en el interior flotaban perfumes y el suelo estaba cubierto de finas alfombras. Sin embargo, cuando el hombre que apoyó el puñal en mi pecho me dijo: "Si hablas una palabra, te mataré", le reconocí inmediatamente por la voz. Todos los días pasaba él junto a la puerta de la mezquita, y arrojándome una moneda en la mano, me decía: "La paz en ti."
La esclava me tomó de un brazo y me condujo a la sala de abluciones. Se oía allí el ruido del agua de una fuente. "El hombre de la limosna", le dijo a su esclava:
– Aischa, desnúdalo rápidamente…
Yo estaba atemorizado. ¿Qué iría a ocurrirme? Pensaba que siempre había cumplido con mis deberes para con el Profeta…
– Abrevia -gritó una voz-: No nos cuentes la historia de tus deberes religiosos, sino lo que te ocurrió dentro de la casa.
El que interpelaba así al ciego era un tahonero impaciente por conocer el final de la aventura.
Prosiguió el "jefe de la conversación":