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El Bazar de los Sederos es un lugar importante, y la mejor forma de representarle es como un patio de resquebrajadas baldosas rojas, en torno de cuyas aristas los arcos festonean de arabescos unas recovas oscuras. Bajo estas recovas se abren profundos nichos, donde relucen rollos de las más floreadas telas que pueda codiciar la imaginación de una mujer negra.

La principal tienda del Bazar de los Sederos pertenecía al asesino Mahomet. Naturalmente, nadie sabía que Mahomet había asesinado, hacía quince años, a su socio Azerbaijan en los alrededores de Colombo. Además, éste fue el primer y último crimen que cometió Mahomet, porque desde aquel día el traficante cumplía escrupulosamente con todos los deberes del creyente. No faltaba a una sola oración en la mezquita, y nunca dejaba de llevar la mano a su bolso para beneficiar con una caridad al ciego, al huérfano o al enfermo. De este modo, la vida de Mahomet florecía como su misma barba, que, cuando se olvidaba de afeitarla, relucía negra como el azabache en torno de sus mejillas sonrosadas y pulidas. Para esparcimiento de sus sentidos, mantenía un harén con eunuco y varias esclavas.

De manera que, como dejo contado, fue frente a este bazar donde instaló su puesto de barberillo el joven extranjero que apareció en Tánger. Aunque musulmán, el barberillo no era nativo de África, sino de Ceilán; su pronunciación lo delataba, y Mahomet no pudo menos que estremecerse cuando supo que el barberillo venía del archipiélago; pero se tranquilizó cuando su criado le dijo que el menestral era nativo de Puloli, la punta opuesta de Colombo.

Durante algún tiempo el jovencito cingalés rapó barbas en medio de la calle; luego, mediante algunas monedas de plata, echó al conserje del Bazar de los Sederos, y un día se le vio instalar su sillón frente mismo a la tienda de Mahomet, y poner en hilera, sobre una mesita de cerezo, sus cortantes navajas. Los comerciantes encontraban cómodo, en la hora de la siesta, sentarse en el sillón y dejarse rapar por el hombre de la isla.

Cuando no tenía nada que hacer, canturreaba. Siempre la misma canción: "El Rasd ad-Dill".

Aquel "si" bemol con que el barberillo arrancaba la palabra "ja", inicial de la canción, le crispaba los

nervios al pulcro Mahomet. Y el menestral canturreaba:

Ja… sa-hibu l hemmi li in-nel hemma…

A veces el sedero se encontraba con la mirada del barberillo fija en él, y entonces experimentaba una especie de ansiedad extraña, un género de incomodidad, que le hacía mover la cabeza como si el cuello de su abotonado chaleco bordado en oro le ajustara demasiado en torno del pescuezo; pero Mahomet se vengaba de esta molestia no recurriendo jamás a los servicios del barberillo.

A pesar de esto, el hombre de la isla le saludaba respetuosamente, como si el sedero fuera su padre o el protector de su hermana y su madre. Mahomet, orondo, gordo, con las mejillas lustrosas, recibía el saludo del mozo de las navajas con ostensible tiesura y dignidad. Pero el joven, como si esa actitud no fuera con él, arrancaba en el irritante "si" bemoclass="underline"

Ja… sa-hibu 1 hemmi li in-nel hemma…

Al mismo tiempo de cantar la irritante cancioncilla, asentaba una de sus navajas en una negra lonja de cuero.

Insensiblemente, todos los comerciantes del patio se acostumbraron a utilizar los servicios del cingalés, menos Mahomet, que soñando una noche que se estaba haciendo afeitar por el barberillo de Puloli, se despertó sudoroso de terror.

Sin embargo, aquello era estúpido. Mahomet era un honesto comerciante. Nadie tenía que reprocharle nada, salvo, naturalmente, el asesinato de Azerbaijan aunque no existía sobre la tierra una sola persona que en aquel momento se acordara del hombre muerto cerca de la Silla del Buda.

Un gendarme se detuvo frente a Mahomet:

– Mi cadí quiere hablar contigo.

– ¿El cadí?

– Parece que un traficante, envidioso de tu prosperidad, te acusa de estar en tratos con contrabandistas de seda.

– Vete, que ya iré a ver a mi juez.

Quedó solo el comerciante frente a sus rollos de seda, e involuntariamente sus dedos, en horqueta, se tomaron la mejilla. Estaba barbudo, no podía presentarse así ante el cadí; una falta de respeto semejante no lo inclinaría al juez hacia la equidad ni a la benevolencia. Tampoco tenía tiempo de ir hacia la finca del Marshan.

Y, precisamente allí, de brazos cruzados frente a su sillón, estaba el mancebillo cingalés canturreando, como de costumbre, en el irritante "si" bemoclass="underline"

Ja… sa-hibu 1 hemmi 1i in-nel hemma…

Hizo una seña al barberillo, y éste se acercó al opulento mercader:

– Trae tu sillón. Tendrás el alto honor de cortarme la barba.

Respetuoso, se inclinó el hombre de Ceilán. Luego, diligentemente, entró su sillón a la tienda del asesino de Azerbaijan. Mahomet se apoltronó, el barberillo le puso una toalla en torno del cuello que le caía sobre el pecho como un babero, y, después de humedecer la brocha, comenzó a enjabonar las mejillas del sedero. La brocha, cargada de espuma, iba y venía por el rostro del comerciante, y se arremolinaba en torno de las extensiones de barba dura.

Mahomet, con la nuca apoyada en el respaldar de la silla, miraba por entre los párpados cerrados al barberillo, al tiempo que hilvanaba las razones que ex- pondría ante el cadí.

El hombre de Ceilán se inclinó y tomó una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que comenzaba a repasar pulcramente sobre una lonja de cuero…

– A ver si te apuras -rezongó Mahomet.

El barberillo le dio a la navaja dos últimos toques sobre la palma de su mano, se inclinó sobre Mahomet, suspendió la navaja sobre la garganta del sedero y le susurró con voz sumamente dulce:

– ¿Te acuerdas de Azerbaijan?

Mahomet desencajó los ojos en el espanto de su situación, sin atreverse a moverse.

– Está escrito que Alá pierde a los que quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas del noble Azerbaijan? Le dejaste por muerto junto a la Silla del Buda, pero vivió el tiempo suficiente para hacerle jurar a mi madre que yo, su hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil encontrarte. Mi madre sabía que tú vendrías a Tánger a deslumbrar a los creyentes con tu fortuna robada.

Gruesas gotas de sudor crecían en la frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el fondo de la garganta, y no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo estaba allí, trabajando en el Bazar de los Sederos hacía dos años, con el exclusivo fin de tomarse venganza cortándole el pescuezo.

– Puedes rezar "la oración del miedo" -susurró el hombre de Ceilán-. Quizá el Misericordioso te la tenga en cuenta.

A pocos pasos del sedero, sus camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una historia de mujeres negras. ¡Y ellos no sospechaban que él estaba entre las manos de un hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría como a un cordero, profundamente; y ya sentía el filo de la navaja penetrar en su carne, y quería gritar y no podía. Grandes nubes rojas circulaban frente a sus ojos; el hombre de Ceilán le parecía un gigante inclinado sobre él entre bloques de montañas escarlatas. Dentro de su cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba, retorciéndole fibra por fibra; de su enemigo ahora sólo distinguía la doble hilera brillante de los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero rozando su piel, un dolor tan atroz, como si fuera un dolor de muelas en el corazón, le paralizó la respiración. Y, súbitamente, el corpachón encogido se relajó sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un costado.

El mancebo retrocedió. Un hilo de sangre escapaba de la boca del sedero. Y el mancebo comprendió que Mahomet se había muerto de miedo.

LA CADENA DEL ANCLA