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Farjalla Bill Alí era un hombre a quien no enternecían las lágrimas ni de un millón de negras. Partiríamos al día siguiente para la ciudad de Stanley.

En el mismo camión llevaríamos al gorila muerto, al chimpancé vivo y a la negra.' El chimpancé lo enviaríamos desde la ciudad a Melbourne. En cuanto al gorila muerto, la negra se quedaría con él junto a una termitera.

Camino a Stanley, y poco menos que a dos leguas de la factoría, se descubría un trozo de selva diezmado por las termites u hormigas blancas. Allí, en el claro terronero requemado por el sol levantábanse una especie de menhires de barro de cinco a siete metros de altura. Estos monumentos huecos eran los nidos de las termites. Farjalla tenía la costumbre, cuando se le moría un animal exótico, de vender el esqueleto. En Stanley vivía un hombre que compraba los esqueletos de gorilas para remitirlos a Londres. Probablemente los esqueletos estaban destinados a establecimientos educativos.

Con el fin de evitar el proceso de descarnación natural, Farjalla, de acuerdo a las costumbres del país, llevaba el cadáver hasta la termitera, y con un mazo abría un agujero en el nido. Inmediatamente hileras compactas de termites cubrían el muerto abandonado sobre el agujero. En pocas horas el esqueleto quedaba perfectamente mondado. Y no dejaré de añadir que hasta hacía pocos años los traficantes de esclavos castigaban a los negros muy rebeldes untándolos con miel y amarrándolos a uno de estos hormigueros.

Cargamos el gorila muerto en el viejo camión del mercader. Luego la negra y el chimpancé. Yo iba junto al árabe que conducía el volante. Quiero hacer constar que nosotros éramos las únicas personas que quedaban en la factoría. Todos los servidores se habían concentrado en el Norte para dar caza a una pareja de leones que la noche anterior devoraron un buey. Los hombres, armados de largas lanzas para cazar elefantes, seguidos de sus mujeres y sus hijos, se habían internado en la selva.

Salimos con el sol hacia la ciudad de Stanley. Torbellinos de mariposas multicolores se desparramaban por el camino. Aunque el camión se deslizaba rápidamente, nos sabíamos vigilados por todos los ojos del bosque. De pronto, Farjalla, sin apartar los ojos del volante, me dijo:

– Búscate otro amo. No me sirves.

– Bueno -respondí.

Tras nosotros se oía el llanto de la negra abrazada a su chimpancé. Eran unos sollozos sordos. Por entre unas tablas se distinguía a la mujer abrazando tiernamente a la bestia, y el mono, con expresión compungida, miraba en rededor, brillantes los ojos lastimeros. La negra acariciaba la cabeza del chimpancé, que inspeccionaba el rostro de su madre adoptiva con perpleja vivacidad. No sabía de qué peligro concreto defenderla.

– ¡Calla esa boca! -rezongó el mercader, dirigiéndose a la esclava sin mirarla, porque cuando manejaba le concedía una importancia extraordinaria a esta operación. Tratando de fingir sumisión, le dije:

– Siento no haberte podido servir.

El árabe se limitó a contestarme:

– No sirves ni para cortar las babuchas de un vagabundo.

La negra, abrazada al pequeño chimpancé, había comenzado otra vez a llorar. Súbitamente salimos de la sombra verde. Arriba estaba el cielo. Frente al claro requemado por el sol, las termites habían levantado sus rugosos bloques pardos. En el remate de algunos de estos nidos gigantes brotaban matas de hierba.

Con rechinamiento de herrería se detuvo el camión. Cogí la maza y me dirigí a un hormiguero tres veces más alto que yo. Parecía un tronco desgastado por la tempestad. La negra cargó el bolsón con el gorila muerto, y trabajosamente, agobiada, se dirigió a la termitera. Tras ella, chueco, mirándonos resentido, caminaba el pequeño chimpancé.

Levanté la maza y la descargué sobre la base del hormiguero. El hormigón del nido no cedió. Farjalla se acercó, yo levanté la maza, y antes que él pudiera evitarlo, le descargué un vigoroso puntapié en la boca del estómago. El mismo puntapié que él me había dado en el bote, el día de la fiesta negra en los "rápidos de Stanley". Farjalla se desplomó. Le dije a la esclava:

– Trae el gorila.

La mujer dejó caer pesadamente la bestia muerta junto al tratante de esclavos. Sin perder tiempo, le despojé de su turbante, y con la larga tira de muselina lo amarré de pies y manos. Luego descargué otro mazazo en la termitera, y un trozo de corteza se hundió definitivamente, dejando ver el interior plutónico, sembrado de negros canales por los que se deslizaba febrilmente una blancuzca humanidad de hormigas grises.

– ¡Ayúdame! -le grité a la negra.

La esclava comprendió. Levantando al gorila muerto amarrado al traficante, empujamos los dos cuerpos sobre la termitera. La mujer lanzó algunos gritos guturales, el pequeño chimpancé corrió hacia ella y se pegó a su flanco tomándole la mano. Ella, riéndose, con los labios entreabiertos, se quedó contemplando la hervorosa grieta de la termitera.

Millares y millares de hormigas rabiosas cubrían de una sábana gris los dos bultos. La chilaba de Farjalla y el velludo cuerpo del gorila quedaron revestidos de una costra movediza y cenicienta que se ajustaba constantemente a las crecientes desigualdades de aquellos cuerpos.

La negra y su hijo adoptivo miraban aquel final. Yo tomé la botella de whisky que había quedado debajo del cajón del asiento del camión y le dije a la esclava:

– Es mejor que te vayas y no vuelvas más.

La mujer, tomando apresuradamente la mano del mono, se dirigió al bosque. Les vi por última vez, cuando entraban en el linde de la muralla vegetal. El pequeño chimpancé, tomado de su mano, volvía la cabeza hacia mí como un chicuelo resentido. Y, oculto ahora tras unos cactos, aguardaba el momento de subir al caballo que había escondido la noche anterior. Tula apartó unas ramas y se hundió en lo verde. Yo monté a caballo y regresé a la factoría para probar la coartada, mientras que allí, bajo el sol, se quedó Farjalla Bill Alí. Las hormigas se lo comían vivo.

HALID MAJID EL ACHICHARRADO

Una misma historia puede comenzarse a narrar de diferentes modos, y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de éste:

Enriqueta Dogson era una chiflada.

A la semana de irse a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una especie de abullonada falda-corsé de color verde y el renegrido cabello suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida fue un éxito. Los perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo para verla pasar.

El Capitán Silver, que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser eunucos, verdugos o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada.

Enriqueta Dogson envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson, un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:

– ¿De dónde habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor, que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo.

Dicho esto, el viejo Dogson meneó la cabeza estupefacto, al, tiempo que risueñamente se decía que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional. Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizás para eso. Para divertirle a uno con las burradas que perpetraban.

El que no se encogió de hombros fue el anciano Faraj el Bint Abdalla.