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Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.

Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.

La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.

Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una trasparente cortinilla de gasa roja.

Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos.

Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones.

Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio.

Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché "sentí" que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.

Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio.

Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.

Era aquélla una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos sobre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:

– ¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente.

Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio.

No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina "acción hipnótica". No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además.

No me quedaba duda:

Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.

Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio.

A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillosos y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos, arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales.

Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar.

Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice; me señalaba una bola de vidrio.

La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto:

"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita".

Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.

¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí?

Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está: ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.