– ¿Es de noche o es de día?… ¿Es de noche o es de día?…
La luz verdosa del farolón de bronce, amarrado por una cadena a la clave del arco, proyectaba del mendigo una desmesurada sombra, movediza en el triangular empedrado del zoco, sembrado de rosas podridas y cáscaras de melones. Había sido día de mercado.
Un árabe descalzo, que montado en un asnillo pasaba por allí, se detuvo frente al hablador:
– Por Alá, hermano, ¿cómo puedes preguntar si es de noche o es de día?
Pero el desarrapado, cuya chilaba negra parecía haberse arrastrado por todos los muladares del Islam, continuó a voz en cuello:
– Respondedme, ecuánimes creyentes: ¿llueve o no llueve, llueve o no llueve?…
Y sin esperar a que nadie le contestara, comenzó a batir con la yema de los dedos y los nudillos, alternativamente, el fondo de un tambor que en forma de florero soportaba bajo el sobaco.
Varios campesinos que se hartaban de pescado y cuzcuz en el puesto de un egipcio rodearon encuriosados riosados al mendigo. Ya cerca de él, repararon que era un "jefe de conversación". Sus ojos blancos de cataratas, semejantes a huevos de serpiente, revelaban al ciego. Baba, que tal se llamaba el desarrapado, volvió a batir durante unos instantes el fondo de su tambor, y prosiguió:
– En nombre del Clemente, del Misericordioso, escuchad la palabra del Corán a través de los labios de un ciego: "Nada hay tan loable como elevar la voz para convencer a los hombres y exclamar: Yo soy un buen musulmán." Os habla un árabe morigerado, que jamás bebió vino ni mordió carne de puerco.
Insensiblemente acudían los curiosos a escuchar al "jefe de conversación". Eran artesanos de los contornos, negros batidores de cobre con las manos quemadas de azufre, tahoneros manchados de harina, tintoreros con los brazos teñidos de azul y amarillo. También se veían vendedores de agua, con bombachas hasta las rodillas y el odre de cuero, enjuto, a un costado; curtidores, esterilleros, tejedores de chilabas. Algunos con los ojos abiertos continuaban comiendo su pescado o royendo un hueso de carnero, y el aceite se les corría hasta el mentón.
Miraban al ciego con la admiración que suscitan los poetas, y el ciego, sin verlos, comprendía el bulto de sus presencias, por los hedores distintos que emanaban sus cuerpos mal lavados.
Baba tableteó nuevamente con los dedos y los nudillos en el fondo del tambor:
– Escuchad al Ciego prudente… Tú, comerciante, que tienes los oídos tapados con cera, quítate la cera de los oídos. Abandona tu mostrador. No te muestres reacio como camello estúpido. Acércate a Baba el Ciego. Baba beneficiará tu entendimiento con una historia hermosa. Campesino del Borch, acércate a Baba. Baba te consolará mejor que tus podridas legumbres. (Risas entre los artesanos.) Escuchadlo a Baba, el enemigo de los perros judíos y de los perros cristianos… Escuchad al Ciego morigerado, hermanos. Detente, quesera… Ven aquí, carbonero. Poned el trasero sobre las piedras. No os pesará. Mi narración es más sabrosa que la pata de camello hervida en leche agria. Mercader timorato de tus monedas, escucha al Ciego… Cuando esta noche entres al harén, tu cuarta esposa te dirá: "¡Oh, mi señor, cuéntame lo que has oído en el mercado!" y tú, ¿con qué la divertirás si no conoces mi historia?… Quitaos la cera de los oídos, ecuánimes creyentes. No escupáis sobre la cabeza de vuestros vecinos. Que comienzo… que comienzo… que comienzo…
Había anochecido en Dimisch esh Sham. La ciudadela amurallada y blanca parecía aplanarse a los pies del abultado monte. En su cresta, a mucha altura sobre el nivel de la arena, se arqueaba la desolación de las palmeras. Más próximos, recortando la acuidad verdosa del firmamento, se erguían los paralelepípedos de porcelana de los alminares de las mezquitas y las cúpulas de cobre en media naranja de los palacios señoriales. En los alminares, revestidos de mosaicos reproduciendo verticales tableros de ajedrez, la luna fijaba vértices de plata. Más allá, infinito, amarillento, oscureciéndose hacía el confín, se extendía el desierto. Y el horizonte, a pesar de la luna y de las estrellas, parecía una muralla de betún, separando la tierra de los hombres de la tierra de los djims y de los targuis.
Marbruk ben Hassan, a quien Baba el Ciego conocía bajo el nombre de "el hombre de la limosna", estaba ahora en la terraza de su casa. Bajo el entoldado circular, anaranjado, de cuyas aristas colgaban lámparas de colores, se le podía ver recostado sobre unos cojines desparramados en el alfombrado que cubría los ladrillos del suelo. A pesar de su barba renegrida y de la frente abultada en una vertical rayadura de arrugas, se comprendía que era joven. Fumaba despaciosamente una larga pipa turca de cazoleta de arcilla y boquilla de ámbar, mientras que frente a él, de pie, revestido de una pobre chilaba, trajinaba un vendedor de alfombras, de ancha barba de verdugo y nariz más corva que un alfanje. El vendedor de alfombras, inclinándose sobre su mercadería, la arrollaba lentamente, mientras le decía a Marbruk ben Hassan:
– Las ametralladoras llegarán desarmadas en el interior de los ejes de los carros que conduce Ahcmet. -Luego exclamó en voz alta-: Señor, piénsalo bien, esta alfombra es tan rica en diseños de oro que no encontrarás otra semejante ni en el mejor bazar de Estambul. -Bajó la voz-: Todos los meses una caravana de carros se detendrá en el corral de Hussein. Cambiarás los juegos de ruedas. -En voz alta-: ¿No te interesan las tiendas de pelo de camello? Dejan pasar el aire, pero detienen el frío y el calor. -Bajó la voz-: Secuestra la moneda de plata que puedas y haz circular papel. Mete la plata en los ejes de los carros…
Marbruk ben Hassan se incorporó en los cojines y, sin mirar al vendedor de alfombras, golpeó el gong… Apareció Aischa, su esclava.
– Aischa -dijo "el hombre de la limosna"-, no hagas entrar más a mi casa traficantes callejeros sin cerciorarte antes de que comercian con noble mercadería. Las alfombras de este hombre podrían adornar la carnicería de un armenio, no mi casa.
Acompañado por Aischa, el vendedor de alfombras se retiró humillado.
Marbruk ben Hassan se sumergió en sus proyectos. Pertenecía a una de las sociedades secretas que reactivan el movimiento nacionalista musulmán. En el Maghreb, él conspiraba contra el sultán de Fez y el mandatario de Francia. En el pozo seco de su finca de Msella del Pachá, en Fez, podían encontrarse cincuenta mil cartuchos de fusil. Estaba a cubierto de sospechas. Su hermana era una de las cuatro esposas del Sultán; su hermano, un fiel servidor de los franceses; su padre, el primer cadí o juez de la ciudad.
Además, Marbruk ben Hassan, en un momento oportuno, había asesinado, por intereses de Estado, a Ismaíl, el líder de los jóvenes nacionalistas de la Universidad de Fez. Se le conceptuaba un renegado, y este juicio favorecía sus verdaderas actividades. En realidad, era uno de los miembros más enérgicos y peligrosos del comité secreto panislámico.
"El hombre de la limosna", como lo llamaba Baba el Ciego, miró la luna que ahora se ocultaba tras el alminar de la mezquita de Ez Zinaniye, y se atusó la barba. Tenía que entrevistarse esa noche con Mahomet Bey, un bandido inexorable. Mahomet Bey en las ciudades levantinas vestía como el más pulcro europeo. Mahomet Bey era un asesino profesional de armenios cristianos. Sus crímenes resultaban numerosos y feroces. El menor de ellos
consistía en introducir ancianos armenios, por la cabeza, dentro de los hornos de las tahonas de las aldeas donde sus bandas maniobraban.
– Estallan como granadas -decía, sonriendo, Mahomet Bey.
Aischa entró bruscamente a la terraza:
– Señor, un anciano extranjero pregunta por ti.
– ¿Árabe o europeo?
– Árabe.
– ¿No te ha dicho su nombre?
El anciano que preguntaba por él ya avanzaba a su encuentro, en la terraza. La barba le llegaba hasta el estómago, y la capucha de su capa escarlata encuadraba un fino rostro arrugado, ligeramente achocolatado, de líneas muertas y mirada joven, falsa y cruel. Era su padre, el cadí de Fez.