Murugan se tapó la nariz con la mano y pegó la espalda al muro. Oyó pasos que se acercaban a la carrera por el otro lado: se detuvieron, volvieron atrás y se aproximaron de nuevo. Oyó que el chico mascullaba para alejarse corriendo después.
Respirando de nuevo, Murugan empezó a avanzar de lado, apoyándose en el muro con las manos abiertas. Siguiendo por la pared, su mano izquierda dio por casualidad con el borde de una grieta en la áspera superficie de ladrillo. Murugan se agachó a mirar y descubrió que la grieta era en realidad un hueco: o más bien un boquete que habían hecho quitando unos ladrillos de la parte trasera del arco conmemorativo.
Metió la mano con cautela. Rozó algo, un objeto pequeño. Cerró los dedos en torno a él y lo sacó. Era una pequeña figura de barro.
Estirando el brazo, la observó al tenue resplandor de la lejana farola. La figura estaba hecha de arcilla pintada, y era lo bastante como para encajar en la palma de la mano. Le recordó las pequeñas imágenes de dioses que su madre llevaba consigo en los viajes.
El cuerpo central de la figura era un sencillo bulto redondo, toscamente modelado y sin rasgos distintivos salvo por unos ojos grandes y estilizados, simplemente pintados en blanco y negro sobre la arcilla cocida. Le produjeron un momentáneo sobresalto; al tenue resplandor de neón, daba la impresión de que irradiaban luz, de que le miraban desde la palma de su mano. Parecía que se clavaban en sus ojos, que mantenían su mirada: para apartar la vista tuvo que pestañear.
Le dio vueltas en la mano. En el costado derecho del cuerpo había un pájaro diminuto, una paloma, sin lugar a dudas, clara y cuidadosamente modelada: plumas, ojos y todo. En la espalda crecía una protuberancia, como el muñón de un brazo amputado. Del brazo sobresalía un pequeño objeto metálico; no lo distinguía bien, sólo veía un pequeño cilindro de metal. Se acercó la estatuilla a los ojos para examinarla en detalle, tratando de descubrir lo que representaba el objeto metálico.
Entonces le interrumpieron otra vez.
-Le he encontrado, señor. ¿Qué está haciendo aquí?
El chico espiaba por encima del muro, riendo, con la cara justo encima de la cabeza de Murugan.
Murugan perdió los estribos.
-¡Fuera de mi vista, hijo de puta! -gritó.
El muchacho hizo una mueca maliciosa y meneó la cabeza. Entonces vislumbró la figura, alargó rápidamente el brazo y se la arrancó a Murugan de la mano.
Murugan se abalanzó sobre la estatuilla, pero su mano chocó con el puño del muchacho, que dejó escapar el objeto. La figura cayó al suelo, al otro lado de la pared. Soltándose del muro, el chico se arrodilló junto a ella.
Estirando el cuello, Murugan miró al otro lado de la pared. El muchacho estaba agachado, recogiendo los trozos de arcilla rota. Miró a Murugan por encima del hombro y soltó una maldición.
-Te lo tienes merecido -dijo Murugan-. No es culpa mía.
De espaldas al muro, Murugan empezó a avanzar hacia la izquierda, sorteando con cuidado excrementos y escombros. Se detuvo frente a una ruinosa construcción de ladrillo, tan baja que casi estaba completamente oculta por la cerca que la rodeaba. La estructura parecía una cáscara vacía, con ramas de ficus que salían entre el yeso cuarteado y boqueantes agujeros donde antes había ventanas y puertas.
Murugan asomó cautelosamente la cabeza por el hueco de una ventana.
-Hola -dijo-. ¿Hay alguien?
De pronto se oyó el ruido de un aleteo y sintió un golpe en la cara. Una bandada de palomas pasó como un remolino, rozándole la cara con las plumas.
Murugan dio un respingo protegiéndose la cabeza con los brazos. Algo resonó en sus oídos; sólo al cabo de unos segundos comprendió que había gritado. Oyó que un guijarro caía al suelo, a su lado. Alzó la vista y vio al muchacho que, inclinado sobre la pared, flexionaba el brazo para arrojarle otra piedra.
Murugan se escabulló por una senda, salió al camino principal y se dirigió corriendo a la entrada del hospital. Varios taxis esperaban delante del muro, en Gokhale Road. Murugan saltó a uno, cerrando la puerta de golpe.
-¡Vámonos! -gritó-. Venga, vamos.
El taxista sij se volvió a mirarle, sin prisa.
-¿Adónde? -preguntó en hindi.
-A la calle Robinson -contestó Murugan, sin aliento-. Hace esquina con Loudon y Rawdon.
El taxista giró la llave de contacto. El viejo Ambassador arrancó con un rugido y se alejó despacio.
Murugan se agazapó junto a la ventanilla y fue escudriñando la calle y las aceras. Al no ver rastro del muchacho, volvió a recostarse en el respaldo. Su mirada cayó sobre sus zapatos; estaban cubiertos de manchas marrones. Le llegó una vaharada de mal olor y metió los pies bajo el asiento delantero, esperando que el tufo no llegase al conductor. Pero la fetidez persistió; no podía librarse de aquella peste. Se envolvió la mano con un pañuelo, se quitó los zapatos y los arrojó por la ventanilla.
Se hundió en el asiento, exhalando un suspiro de alivio. Pero un momento después se oyó un golpe en el parabrisas trasero. Se volvió a mirar justo a tiempo para ver su otro zapato, que venía volando hacia el coche. Dio en la ventanilla y rebotó, dejando una alargada mancha marrón en el cristal.
El taxista asomó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar al muchacho, que corría hacia ellos entre los coches. Entonces cambió el semáforo, los coches de detrás empezaron a tocar el claxon y el taxi arrancó.
Cuando el taxi torció hacia el Periférico Sur, Murugan miró la fachada brillantemente iluminada del teatro Rabindra Sadan. Vio a dos mujeres que bajaban presurosas la escalinata y asomó la cabeza por la ventanilla. El taxi iba entonces un poco más deprisa y sólo las divisó brevemente, cuando se encontraban cerca de la entrada.
Estaba casi seguro de que se trataba de las dos mujeres con las que había hablado antes.
9
El artículo del boletín de Alerta Vital se equivocaba en una cosa. Sólo hubo una reunión entre el representante del departamento de personal y Murugan antes de su marcha a Calcuta.
Antar llegó una mañana a su cubículo de la sede central de Alerta Vital, en la calle Cincuenta y siete Oeste, y vio que tenía un documento en pantalla: contenía un registro completo de las solicitudes de Murugan para un nuevo destino. Antar estaba seguro de que se lo habían enviado por error: sólo en teoría formaba parte del departamento de personal; él se ocupaba casi exclusivamente de la contabilidad. No tardó en consultar al jefe de su sección. Un par de horas después, el director le envió un mensaje para que se pasara por su despacho.