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-De manera que cuando Ross empezó, ¿había un nuevo interés por la malaria? -preguntó Antar.

-Ya lo creo -contestó Murugan-. A mediados del siglo xix, la comunidad científica empezó a tomar conciencia de la malaria. Recuerda que en ese siglo la vieja Madre Europa estaba colonizando los últimos territorios desconocidos: África, Asia, Australia, las Américas, e incluso lugares despoblados de su propia geografía. Bosques, desiertos, mares, indígenas belicosos son fáciles de dominar cuando se tiene dinamita y fusiles automáticos; bagatelas, comparados con la malaria. No olvides que no hace mucho casi todos los colonos del Mississippi estaban de baja un día sí y otro no por un ataque de temblores. En los pantanos de los alrededores de Roma la situación era casi igual de mala; o en Argelia, donde los colonos franceses estaban realizando un gran avance. Y eso en un momento en que nuevas ciencias como la bacteriología y la parasitología empezaban a causar sensación en Europa. La malaria se convirtió en uno de los principales objetivos de los programas de investigación. Los gobiernos empezaron a invertir montones de dinero en la materia; en Francia, en Italia, en Estados Unidos, en todas partes menos en Inglaterra. Pero ¿detuvo eso a Ronnie? No, señor, simplemente se quitó la ropa y se tiró al agua sin pensarlo dos veces.

-¿Quieres decir que el gobierno británico no prestó a Ross apoyo oficial alguno? -inquirió Antar, frunciendo el ceño.

-No, señor, el Imperio hizo todo lo posible por estorbarle. Además, en lo que se refería a la malaria los británicos no tenían futuro: los trabajos de primera línea se realizaban en Francia y en las colonias francesas, Alemania, Italia, Rusia, Estados Unidos; en todas partes menos donde estaban ellos. Pero ¿crees que a Ross le importaba eso? Hay que reconocérselo, tenía cojones, el muy cabrón. Ahí lo tienes: está en una edad en la que la mayoría de los científicos empiezan a pensar en cobrar la pensión; no tiene ni pajolera idea de la malaria (ni de nada); está en el quinto infierno, en un sitio donde ni siquiera saben lo que es un laboratorio; no ha puesto las manos en un microscopio desde que salió de la Facultad de Medicina; trabaja en ese servicio insignificante, el Cuerpo Médico de la India, que recibe unos cuantos ejemplares de Lancet y nada más, ni siquiera las Actividades de la Sociedad Real de Medicina Tropical, por no mencionar el Boletín de la Universidad Johns Hopkins ni los Anales del Instituto Pasteur. Pero a nuestro Ronnie le importa un carajo: se levanta de la cama un día soleado en Secunderabad o donde sea y, con su curioso acento inglés, se dice a sí mismo: «Santo cielo, no sé qué voy a hacer hoy, me parece que voy a ponerme a resolver el enigma científico del siglo, para matar un poco el tiempo.» Dejemos aparte a todos esos espléndidos bateadores que han salido al campo. Olvidémonos de Laveran, de Robert Koch, el alemán, que acaba de armar un escándalo con su numerito del tifus; omitamos a los dos rusos, Danilevski y Romanovski, que llevaban dando vueltas con el microbio desde que el joven Ronald se cagaba en la cuna; no contemos a los italianos, que tenían toda una puñetera fábrica de pasta trabajando en la malaria; no hagamos caso de W. G. MacCallum, de Baltimore, que está patinando al borde de un verdadero descubrimiento en las infecciones hematozoicas de las aves; pasemos por alto a Bignami, Celli, Golgi, Marchiafava, Kennan, Nott, Canalis, Beauperthuy; ignoremos al gobierno italiano, al gobierno francés, al gobierno estadounidense, que han invertido un acojonante montón de dinero en investigar la malaria; olvidémonos de todos ellos. Ni siquiera ven venir a Ronnie hasta que empieza a pulverizar todos los cronos.

-¿Así, sin más? -dudó Antar.

-Eso es. Al menos así empezó. ¿Y sabes una cosa? Lo consiguió; ganó a toda la pandilla de italianos; adelantó a los gobiernos de Estados Unidos, Francia, Alemania y Rusia; a todos dejó atrás. O en cualquier caso ésa es la historia oficiaclass="underline" el joven Ronnie, el genio solitario, atraviesa velozmente la pista y se lleva la Copa del Mundo.

-Me parece que no estás de acuerdo con eso -comentó Antar.

-Tú lo has dicho, Ant. Esa historia no me la trago.

-¿Por qué no?

Apareció un camarero y les sirvió unos tazones de sopa. Frotándose las manos, Murugan inclinó la cabeza hacia la nube con olor a limón que ascendía de la sopa.

-Me parece -insistió Antar- que tienes tu propia versión de cómo hizo sus descubrimientos Ronald Ross, ¿no es así?

-Ésa es, desde luego, una manera de expresarlo.

-Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia?

-Te diré una cosa, Ant -repuso Murugan, cogiendo la cuchara-. Algún día te leeré tres volúmenes enteros, cuando hagamos un crucero alrededor del mundo: tú invitas, yo hablo.

-De acuerdo -dijo Antar, riendo-. ¿Qué tal un par de páginas, de aperitivo?

Con los palillos, Murugan se llevó a la boca una larga y goteante coleta de tallarines. La ingirió con un ruidoso sorbido y se recostó en la silla, dándose toques en la perilla con una servilleta de papel. Hubo una breve pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo en voz queda y sin apasionamiento.

-¿Puedo hacerte una pregunta filosófica, Ant?

Antar se removió en el asiento.

-Adelante -accedió-, aunque debo decirte que no soy aficionado a las grandes cuestiones.

-Dime, Ant -empezó Murugan, clavándole su penetrante mirada en el rostro-. Dime: ¿te parece natural que uno quiera pasar la página, que tenga curiosidad por saber qué pasa después?

-Bueno -repuso Antar, incómodo-. No estoy seguro de lo que quieres decir.

-Permíteme decirlo de esta manera, entonces. ¿Crees que todo lo que puede saberse debería saberse?

-Pues claro -contestó Antar-. No veo por qué no.

-Muy bien -dijo Murugan, metiendo la cuchara en el tazón-. Pasaré unas páginas para ti, pero recuerda que me lo has pedido. Allá tú.

10

Al salir del auditorio, Urmila pensó que había llegado el momento de tener a Sonali para ella sola.

-¿Tienes unos minutos? -empezó a decir, pero Sonali ya se encaminaba hacia la calle.