Antar volvió a echar una mirada a la línea de información horaria.
-¿Ya son las seis menos cuarto? -dijo en voz alta, sin darse cuenta.
Ava se lo confirmó a gritos inmediatamente, anunciando la hora como lo hubiera hecho un sereno de un pueblo egipcio, perfecto en todos los detalles, incluidos los bastonazos en el suelo.
4
La fotografía de la tarjeta de identidad había empezado a cobrar forma cabeza abajo en medio del cuarto de estar. El primer detalle que apareció fue una parte del cabello, cuidadosamente recortado, pero bastante ralo y descolorido: sin duda una cabeza de hombre. Surgieron luego unos ojos negros y brillantes. Se le ocurrió a Antar preguntarse si sería egipcio, quienquiera que fuese: podría haberlo sido, aunque igualmente podía ser indio, paquistaní o sudamericano.
Pero una vez que se dibujaron las mejillas, la nariz y la boca, Antar ya no tuvo duda alguna. Siempre se le había dado bien adivinar el origen de la gente, era algo de lo que se sentía orgulloso, una habilidad que uno adquiría cuando se pasaba la vida trabajando en un organismo mundial. Aquel hombre era indio, de eso estaba seguro.
La imagen había adquirido grandes dimensiones, y tremolaba un poco, como una bandera al viento. Era un rostro lleno, en forma de luna, con las mejillas hinchadas como las de un trompetista y el mentón prominente y agresivo terminado en una perilla pulcramente arreglada. Fue la nariz lo que hizo vacilar a Antar: de boxeador, hundida en el puente. Parecía fuera de lugar en aquella cara redonda, bien alimentada. Y en cierto modo le resultaba conocida.
Se levantó de la silla y dio un paso atrás: resultaba extrañamente desconcertante mirar una imagen plana, bidimensional, en una proyección de tres dimensiones. Se movió a un lado y luego a otro, fijando la mirada en la boca de la imagen. Observó que tenía los labios ligeramente abiertos, como a mitad de una frase. En su memoria empezó a formarse un recuerdo: el de alguien entrevisto en ascensores y pasillos, un hombrecillo rechoncho y barrigudo, siempre impecablemente vestido con trajes de rayas finas, pantalones bien planchados, camisas almidonadas, siempre abotonadas en la muñeca, incluso en los días más calurosos del verano. Y sombrero; siempre llevaba sombrero. Por eso había tardado tanto en reconocerlo. Nunca le había visto el pelo; solía ir con la cabeza cubierta: no era de extrañar, en realidad, con un pelo así.
La imagen se hizo más clara en la mente de Antar: se acordaba de haberlo visto pavoneándose con aire atareado por los pasillos, los zapatos repiqueteando en el mármol, con carpetas encajadas bajo el brazo; recordaba un acento ilocalizable, ni americano ni indio ni nada parecido, y una voz fuerte, vibrante, llenaba ascensores atestados y resonaba por el encerado vestíbulo de Alerta Vital, dejando un rastro de miradas divertidas y un murmullo de preguntas: «¿Quién coño es ése?», y «Pero ¿no lo conoces? Es el mismísimo señor…».
Recordó un encuentro, una conversación en algún sitio, años atrás. Pero justo cuando empezaba a delinearse, el recuerdo se disolvía.
El nombre: ésa era la clave. ¿Cómo se llamaba?
Empezó a aparecer, unos segundos después, despacio, letra a letra, y entonces Antar se acordó de pronto. Y corriendo, cuando no tenía delante más que cuatro letras, se precipitó al teclado de Ava y lo escribió, justo con una orden de búsqueda.
Se llamaba L. Murugan.
La primera búsqueda no dio resultado, de modo que Antar envió a Ava a toda prisa a los amplios archivos del Consejo, donde se llevaba el registro de todas las antiguas organizaciones mundiales. Pasaron diez minutos hasta que los sistemas de seguridad le dejaron entrar en el área reservada, pero una vez allí fue cuestión de segundos.
Sonrió cuando apareció antes sus ojos el anticuado documento: un carácter diminuto, la letra árabe ‘ain, parpadeó en la parte superior de la pantalla, encima del encabezamiento «L. Murugan». Conocía aquel símbolo: él mismo lo había puesto allí. En la oficina habían hecho un fondo común en el que se aceptaban apuestas para ver quién utilizaba más la función de correción ortográfica. Cada uno había concebido su símbolo particular para señalar su trabajo. Él escogió el ‘ain porque era la primera letra de su nombre, ‘Antar.
Pero el expediente le sorprendió: esperaba algo más extenso, más voluminoso; recordaba haberle incorporado un montón de datos. Lo recorrió rápidamente, yendo derecho al final.
Al llegar a la última línea se recostó en el asiento, frotándose la barbilla. Ahora lo recordaba: lo había escrito él mismo sólo unos años antes.
Sujeto desaparecido desde el 21 de agosto de 1995, decía, se le vio por Ultima vez en Calcuta, India.
5
Al pasar frente a la Catedral de San Pablo en su primer día en Calcuta, el 20 de agosto de 1995, Murugan se vio sorprendido por un aguacero monzónico. Iba camino del Hospital General de la Presidencia, en el Periférico Sur, en busca del monumento a Ronald Ross, el científico británico.
Lo había visto en fotografías y sabía exactamente lo que buscar. Era un arco, construido en la valla que rodeaba el hospital, cerca de donde había estado ubicado el antiguo laboratorio de Ross. Tenía un retrato en bajorrelieve y una inscripción que decía: En un pequeño laboratorio, a setenta metros al sudeste de esta puerta, el comandante Ronald Ross, del Cuerpo Medico de la India, descubrió en 1898 cómo transmiten los mosquitos la malaria.
No le quedaba mucho para llegar cuando le sorprendió el chaparrón. Se volvió al sentir las primeras gotas sobre su gorra de béisbol y vio una opaca muralla de lluvia que avanzaba hacia él por la verde extensión del Maidan. Apretó el paso, maldiciéndose a sí mismo por haberse dejado el paraguas en la pensión. Los vendedores ambulantes de bocadillos frente al Museo de Bellas Artes, presurosos por tapar sus cestas con lonas, se detuvieron para mirarlo cuando se cruzó con ellos a paso ligero, con su traje caqui y la gorra verde de béisbol.
Había metido un paraguas en el equipaje, naturalmente, un Cadillac de los paraguas, que se abría pulsando un botón: sabía lo que era Calcuta en aquella época del año. Pero el paraguas seguía en la maleta, en la pensión de la calle Robinson. Estaba tan ansioso por hacer el peregrinaje al monumento de Ross que se le había olvidado sacarlo.
Ahora la lluvia le pisaba los talones. Vio las puertas abiertas del teatro Rabindra Sadan, a poca distancia, y echó a correr. Un microbús pitó estruendosamente a su paso, levantando chorros de agua de un charco y empapándole los pantalones caqui. Sin dejar de correr, Murugan hizo un gesto con el dedo al conductor, que le observaba asomándose por la puerta del vehículo. Se oyó una gran carcajada y el autobús se alejó, lanzando parasoles grises y verdes por el tubo de escape.