Urmila se volvió a Murugan y, sacudiendo enérgicamente la cabeza, le contestó:
-No. No quiero volver a casa.
-Es tu vida, Calcuta. Tú sabrás -comentó filosóficamente Murugan.
En el cruce de Loudon creció el tráfico y el taxi se detuvo traqueteando. Urmila apartó la vista de la tienda de Pierre Cardin de la esquina. Al volverse a Murugan, sus ojos chispeaban de curiosidad.
-Y tú, ¿qué? -le dijo-. ¿Por qué vas a seguir? ¿Por qué llevas tanto tiempo con esto?
-¿No lo adivinas?
Urmila sacudió la cabeza.
-No.
Murugan la miró con una desconsolada sonrisa.
-No soy yo -dijo-. Sino lo que tengo dentro.
-¿Malaria, quieres decir?
-Eso también.
-¿Qué más?
Hubo una breve pausa y luego, en voz baja, Murugan dijo:
-Sífilis.
Urmila dio un respingo, encogiéndose involuntariamente. Murugan se volvió hacia ella, con los ojos entornados.
-No tienes por qué preocuparte. No es contagioso: hace mucho que estoy oficialmente curado.
-Lo siento…
Urmila no fue capaz de decir nada más.
Murugan mantuvo los ojos en las tiendas, puestos de comida y agencias de viajes que flanqueaban la calle. Sin volver la cabeza, dijo:
-Creo que todo empezó por ahí. -Hizo un gesto vago hacia la línea donde los edificios se juntaban con el horizonte-. En la calle Free School. Tenía quince años: acababa de ver una película en el Globe, después del colegio. Camino de casa, pasaba por delante del Mercado Nuevo cuando un individuo se me acercó y me musitó algo al oído. Supuse que era un chapero: estaba leyendo muchas novelas policíacas americanas. Yo llevaba los pantalones manchados de tinta del colegio y una camisa sudada de todo el día, con mis libros de texto y mis cuadernos de notas colgados al hombro. Él iba con un lungi verde a cuadros y tenía un bigotito fino y los ojos inyectados en sangre. Antes de murmurarme al oído, me guiñó un ojo y me sonrió enseñando los dientes. El aliento le oía a betel y alcohol rancio. Fue irresistible. Yo sólo tenía cinco rupias, pero bastaron. Me llevó por uno de esos pequeños callejones que rodean la calle Free School, justo a la vuelta de la esquina del colegio armenio, donde nació William Thackeray. Subimos por una oscura y maloliente escalera que parecía conducir al ano del mundo. Pero cuando llegamos arriba hubo un gran estallido de luz y ruido y voces y música: fue como entrar en una verbena, una estancia enorme, flanqueada de pequeños cubículos con cortinas, y vendedores de té y betel, y todas aquellas mujeres sentadas en sillas alineadas contra la pared, con guirnaldas de flores en las muñecas. No me eché atrás; estaba enganchado. Me fascinaban; me encantaba todo lo de ellas, incluso la forma en que se reían a mi espalda cuando bajé corriendo la escalera, después, con los pantalones a medio abrochar.
Guardó silencio, sonriendo para sí.
-Y luego empezaron a aparecer las lesiones -prosiguió-: llagas y costras y dientes que se caían. Cambié de forma de vestir; llevaba mucha ropa, cada vez más, incluso en esos días de junio en que el calor es como una taladradora al acecho para sacudirte en la cara. Logré ocultar las pústulas durante, bueno, no sé, meses en cualquier caso, aunque para entonces me dolían, Dios, cómo me dolían. Y finalmente llegó un momento en que no hubo manera de ocultarlo. Por eso fue por lo que mi familia tuvo que marcharse de la ciudad: por vergüenza.
-Pero la sífilis ya tiene cura, ¿no? -le preguntó Urmila-. Con antibióticos, ¿verdad?
-Pues claro. Yo me he curado. Ahora se puede curar…, menos los estragos que te causa en la cabeza.
41
Fue la lluvia, entrando a chorro por los batientes postigos, lo que despertó a Sonali. Tenía los ojos hinchados y pegajosos; le resultaba difícil abrir los párpados. Estaba tendida de lado, mirando una franja de polvo que se había formado al borde de un tablón del entarimado.
No tenía idea de dónde estaba, la pared podía ser cualquier pared de cualquier sitio; no sabía cuánto tiempo llevaba allí ni qué estaba haciendo en el suelo. Su primera reacción fue ponerse rígida, permanecer absolutamente quieta, como un lagarto, para hacerse invisible.
Tendida en el suelo sin moverse, empezó a escuchar, centrando toda la atención en el oído. Poco a poco empezó a percibir ruido de coches en una avenida cercana; el estribillo de una vividh-bharati en transistor; timbres de bicicletas, el petardeo de un motor y el habitual bullicio de la calle, aunque a cierta distancia. Pero allí, en su proximidad inmediata, no había sonidos de ninguna especie; no oía nada: nada que le diera pistas sobre dónde se encontraba ni de si había alguien más en la habitación.
Y entonces oyó algo no tan distante como el rumor de la calle: un chasquido metálico, el ruido de una bisagra sin aceitar, de una verja que se abría despacio. Un momento después oyó pasos que crujían sobre la grava: parecían acercarse, venir hacia ella.
Se dio la vuelta, despacio, y descubrió que estaba tendida en el suelo de una estrecha galería de madera. Incorporándose un poco, se arrastró poco a poco hasta el borde y miró abajo.
Lo que vio fue una enorme sala vacía. Un resplandor tenue, de crepúsculo, se filtraba por un tragaluz roto. Distinguió un pequeño montón de cenizas y leña a medio quemar al extremo de la cavernosa estancia. Ahora empezó a recordarle todo de golpe: la escalinata, el ruido, la multitud congregada en torno a un cuerpo.
Jadeando, volvió a asomar la cabeza para escrutar a su alrededor: no había señales de nadie; la estancia estaba desierta.
Los pasos ya estaban dentro de la casa, probablemente cerca de la escalinata. Sonali retiró rápidamente la cabeza y se quedó quieta, con el aire entrando y saliendo pesadamente de sus pulmones.
Ascendían ahora por la escalinata podrida; oía resonar los zapatos por la estructura metálica. Oyó una voz, de hombre, en alguna parte de la casa. Y luego una de mujer; todavía amortiguadas, aunque los pasos estaban ahora bajo ella, muy cerca del salón de recepciones.
Oyó que entraban aquellos pies, que iban de un lado para otro. Y luego lo único que logró percibir fue el latido de su propia sangre en los oídos. Cerró los ojos, mordiéndose el labio, tratando de hacer acopio de valor para mirar abajo.
-Aquí no hay nadie -dijo una voz. La que hablaba era una mujer; y le resultaba familiar, la conocía.
Alzó la cabeza, muy despacio, acercándose al borde centímetro a centímetro. Entonces un grito brotó de sus labios:
-¡Urmila!
-¡Sonali-di! -jadeó Urmila, girando en redondo.