«Por lo tanto», proseguía el artículo, «resulta innecesario culpar a los aliados de Murugan en Alerta Vital por los tristes acontecimientos de agosto de 1995: más prudente sería unirse a ellos en el dolor por la pérdida de un amigo irreemplazable».
8
El torrencial aguacero se había convertido ahora en una ligera llovizna. Murugan se apresuró a salir del Rabindra Sadan y se encontró ante el atasco de las inmediaciones del Periférico Sur. Sin hacer caso del guardia sitiado en su refugio, se metió en la calzada y cruzó por en medio del tráfico, alzando la mano para detener a los coches y autobuses que venían de frente, y no prestando atención alguna a los chirriantes frenos y estruendosas bocinas.
La acera de enfrente estaba atestada de peatones. Murugan casi fue derribado por la embestida del gentío que se dirigía hacia la avenida Harish Mukherjee y al Hospital G. P. Cuando logró acomodarse al paso de la multitud oyó una voz que le llamaba. Se detuvo de pronto sólo para verse empujado por el incesante flujo de viandantes.
Lanzó una rápida mirada por encima del hombro mientras era impulsado hacia adelante. Volvió a oír el grito:
-Oiga, señor, ¿adónde va?
No cabía duda, a su espalda, saltando por encima del torrente humano, se veía la cabeza de un muchacho demacrado y con pocos dientes, vendedor de alguna mercancía indeterminada, que ya le había abordado aquel día, justo frente al portal de la pensión.
Murugan apretó el paso y el muchacho gritó de nuevo, a pleno pulmón:
-Espere, señor; ¿adónde va?
Llevaba una camiseta descolorida estampada con una playa bordeada de palmeras y las palabras pattaya beach. Murugan se alarmó al verlo de nuevo, tan cerca: antes le había costado casi una hora quitárselo de encima.
Murugan se abrió paso hasta la pared que flanqueaba la acera y esperó a que el muchacho le alcanzara.
-Oye, amigo -le dijo, primero en el bengalí que apenas recordaba, y luego en hindi-. Deja de andar detrás de mí: no vas a sacarme nada.
-¿Cambia dólar? -repuso el muchacho, enseñando los dientes con una sonrisa-. Buen cambio.
-¿Es que no lo entiendes? -estalló Murugan, gritando-. De cuántas maneras quieres que te lo diga: no, na, nahin, niet, nothing, nix. No quiero cambiar dólares, y si quisiera tú serías la última persona del planeta a quien recurriría.
Sacó del bolsillo un puñado de monedas y las depositó en la mano del chico.
-Eso es lo único que vas a sacar de mí -le aseguró-. Así que cógelo y lárgate.
Volvió a zambullirse en la multitud, dejando al chico con la vista fija en las monedas que tenía en la palma de la mano. Se encontraba ahora en la esquina de la avenida Harish Mukherjee. Agachándose, dobló la esquina y se pegó contra la pared. Oculto por la multitud, que avanzaba con rapidez, vio que su perseguidor corría en la otra dirección, escrutando la calle. Luego, el chico torció bruscamente y se metió entre el tráfico, corriendo hacia el monumento de la Reina Victoria, a lo lejos.
-Y que pases buena noche -dijo Murugan, uniéndose de nuevo a la multitud.
El gentío se fue aclarando al pasar la esquina. A la izquierda tenía los edificios de ladrillo rojo del Hospital G. P, bastante retirados del muro circundante, que le llegaba a la altura del hombro, y de la estrecha zanja que corría al pie. Aflojó el paso, buscando en el muro el arco conmemorativo.
Y allí lo tenía de pronto, al otro lado de la zanja, momentáneamente iluminado por los faros de un camión que pasaba: un arco que servía de montante a una oxidada puerta de hierro. En el vértice había un medallón, con el barbado perfil de Ronald Ross. Debajo, a la derecha, se leía una inscripción: En un pequeño laboratorio, a setenta metros al sudeste de esta puerta, el comandante Ronald Ross, del Cuerpo Medico de la India, descubrió en 1898 cómo transmiten los mosquitos la malaria. A la izquierda, grabadas en mármol había tres estrofas de «Exiliado», el poema de Ross:
Este Dios que el día sosiega
ha colocado en mi mano
algo maravilloso; y alabado sea
Dios. A Su mandato,
explorando Sus secretos designios,
agotando lágrimas y esfuerzos,
encuentro tu taimada semilla,
oh, muerte, de millones asesina.
Sé que esta minucia
miles de hombres salvará.
¿Dónde está, oh, muerte, tu aguijón?
¿Dónde, oh, tumba, tu victoria?
Ronald Ross
Murugan se echó a reír. Girando en redondo abrió los brazos y, del mismo poema, empezó a declamar con una voz profunda, alegremente estentórea:
Medio aturdido miro en torno
y veo un reino de muerte:
huesos muertos que caminan por el polvo
y huesos muertos en lo hondo;
raza de infelices atrapados,
en manos de la estrechez
hasta la pura nada triturados,
de la semilla humana la hez.
Le interrumpió un ruido de palmadas procedentes del otro lado de la ancha calle.
-Muy bien, señor -dijo una voz.
Murugan dejó caer los brazos y atisbó entre las sombras de los árboles al fondo de la calle. Vislumbró una camiseta estampada y un rostro sonriente y desdentado.
-¿Me estás persiguiendo, hez de la semilla humana? -gritó, haciendo bocina con las manos-. ¿Para qué? ¿Por qué, qué sacas con ello?
El muchacho respondió agitando la mano y se adentró en el tráfico. Murugan distinguió un camión que avanzaba retumbando desde el hipódromo hacia él. Esperó hasta que pasó por su lado, tapándole de la vista del muchacho. Entonces se volvió, trepó por la valla y se dejó caer al otro lado del arco.
Fue a dar en algo blando que cedió a sus pies. Al principio creyó que era barro; sintió que la humedad calaba el suave cuero de sus zapatos nuevos. Un momento después le llegó el olor.
-Mierda -dijo en un murmullo, mirando alrededor.
Se encontraba en un angosto descampado cubierto de hierba, en la parte trasera del edificio principal del hospital. Enfrente tenía unas dependencias informes y una pequeña estructura de cemento que albergaba una bomba hidráulica. Al destello de las salas del hospital, que sobresalían de todo lo demás, Murugan vio una jauría de perros que rebuscaba en un basurero cercano. Haciendo pantalla con las manos atisbó en la penumbra: no había nadie a la vista salvo un viejo en cuclillas que, de espaldas a la pared, se limpiaba las nalgas a cierta distancia. Delante de él había montones de ladrillos rotos, entre los cuales se diseminaba ordenadamente un buen número de cagadas, cenicientas bajo el reflejo de las farolas de neón de la calle.