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Se hundió en el asiento, exhalando un suspiro de alivio. Pero un momento después se oyó un golpe en el parabrisas trasero. Se volvió a mirar justo a tiempo para ver su otro zapato, que venía volando hacia el coche. Dio en la ventanilla y rebotó, dejando una alargada mancha marrón en el cristal.

El taxista asomó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar al muchacho, que corría hacia ellos entre los coches. Entonces cambió el semáforo, los coches de detrás empezaron a tocar el claxon y el taxi arrancó.

Cuando el taxi torció hacia el Periférico Sur, Murugan miró la fachada brillantemente iluminada del teatro Rabindra Sadan. Vio a dos mujeres que bajaban presurosas la escalinata y asomó la cabeza por la ventanilla. El taxi iba entonces un poco más deprisa y sólo las divisó brevemente, cuando se encontraban cerca de la entrada.

Estaba casi seguro de que se trataba de las dos mujeres con las que había hablado antes.

9

El artículo del boletín de Alerta Vital se equivocaba en una cosa. Sólo hubo una reunión entre el representante del departamento de personal y Murugan antes de su marcha a Calcuta.

Antar llegó una mañana a su cubículo de la sede central de Alerta Vital, en la calle Cincuenta y siete Oeste, y vio que tenía un documento en pantalla: contenía un registro completo de las solicitudes de Murugan para un nuevo destino. Antar estaba seguro de que se lo habían enviado por error: sólo en teoría formaba parte del departamento de personal; él se ocupaba casi exclusivamente de la contabilidad. No tardó en consultar al jefe de su sección. Un par de horas después, el director le envió un mensaje para que se pasara por su despacho.

El director era un sueco serio y concienzudo que no desperdiciaba ocasión de recordar a sus subordinados que su verdadera ocupación era el humanitarismo.

-Vamos a apartarle un poco de su pantalla -dijo a Antar-. Hoy tengo para usted un trabajo más humano. -Recuperó en pantalla el expediente de Murugan y se lo fue mostrando a Antar-. Mire a ver si puede inculcar un poco de sentido común a este hombre: sentido común de la economía, me refiero. Háblele de los regímenes de pensión, seguridad social y esas cosas. En la ficha verá que este señor ya emplea la tercera parte de su sueldo en abonar una pensión alimenticia: si se marcha a Calcuta para esa disparatada empresa, se quedará casi sin ingresos.

Aquella misma tarde Antar envió a Murugan un mensaje por correo electrónico. Unos días después, poco antes de la pausa del almuerzo, Antar oyó una voz fuerte y vibrante que resonaba por las mamparas del departamento. Enseguida supo quién era, aunque no podía verlo desde su cubículo.

Murugan iba canturreando salutaciones a sus conocidos.

-Ah, hola, ¿cómo te va con este día tan bueno? Disfrutando del bajo nivel de polen, ¿no?

Antar y su vecino del cubículo contiguo intercambiaron miradas de alarma.

La voz subió unos cuantos decibelios.

-¿Cuál de vosotros se llama Ant…, Ant…?

-Aquí -gritó Antar, poniéndose en pie de un salto. Se dio cuenta de que había alzado la mano, como un colegial, para que se viera sobre la mampara de contrachapado de su cubículo.

-Quédate donde estás, Ant -vociferó alegremente Murugan-. Ya voy yo para allá.

Un momento después apareció en la entrada del cubículo de Antar: un hombre atildado y rechoncho, enfundado en un traje con chaleco y con sombrero de fieltro. Eran más o menos de la misma edad, calculó Antar; por los cuarenta y pocos años.

-Vaya, Ant -dijo Murugan, sonriéndole abiertamente y tendiéndole la mano-. Menudo tenderete te has montado.

Desconcertado por sus modales, Antar le dedicó una leve sonrisa, señalando una silla con un gesto. Sacando una lista de cifras, empezó a soltarle sin más preámbulos el discurso que había preparado, explicándole por qué el traslado a Calcuta sería desastroso para su carrera.

Murugan escuchó todo el monólogo en silencio, acariciándose la perilla, sin apartar de Antar sus ojos vivos y penetrantes. Cuando Antar se quedó sin aliento y se detuvo, le animó con un movimiento de cabeza.

-Sigue, Ant -le dijo-. Te escucho.

Antar se reservaba la mejor carta para el final. Y la jugó entonces.

-¿Y ya has pensado en los pagos que tienes que hacer? -empezó a decir. Sintiendo una momentánea punzada de turbación, se detuvo para aclararse la garganta y añadió-: Me refiero al dinero que tienes que pasar a tu ex mujer. Apenas te quedará bastante para comer si sigues adelante con esto.

Murugan se inclinó de pronto hacia adelante, mirando a Antar a los ojos.

-¿Has estado casado alguna vez, Ant? -preguntó.

Desconcertado, Antar se recostó en el asiento. Sin pretenderlo, asintió con la cabeza.

-Pero ¿ya no lo estás?

-No -contestó Antar.

-Ya -dijo Murugan, como confirmando algo para sus adentros-. Era de esperar.

-¿Por qué?

-Porque sí -repuso Murugan-. Bueno, Ant, suéltalo: ¿tú también tienes que pagar una pensión alimenticia? Parece que sabes mucho del tema.

-¡No! -replicó Antar, en tono vehemente-. Mi mujer murió, en su primer embarazo…

-Lo siento. ¿Llevabais mucho tiempo juntos?

-Sí. -Lo directo de la pregunta pilló a Antar desprevenido-. Mira, yo era huérfano, y su familia prácticamente me adoptó en la adolescencia, en Egipto. Ella lo era todo para mí.

Se interrumpió en seco, aturdido. Murugan adoptó una expresión compasiva.

-Qué putada -comentó. Miró su reloj y echó la silla hacia atrás-. Venga, vámonos a papear.

Un aluvión de preguntas se arremolinaba en la cabeza de Antar.