-¿A… papear? -repitió, sin comprender de momento.
Murugan parecía que iba a morirse de risa.
-A almorzar, a comer algo.
Antar se había traído el almuerzo, naturalmente. Lo tenía justo a la espalda, en la cartera; un bocadillo y una manzana. Le gustaba almorzar en su cubículo, solo. Pero no se atrevía a confesarlo ahora.
-De acuerdo -contestó-. Vamos.
En el pasillo, camino del ascensor, Murugan afirmó alegremente:
-Parece que te ha ido bastante mal, ¿eh?
-¿Y qué me dices de ti? -se apresuró a replicar Antar, tratando de desviar la cuestión.
-Mi divorcio fue bastante sencillo -contestó Murugan en tono desenvuelto, mientras se ponían a la cola de los ascensores, junto a la gente que salía a comer. Cuando subieron al ascensor, pareció que su voz sonaba más fuerte-. Todo el asunto fue una equivocación, lo arreglaron nuestras familias. Sólo duró un par de años. No tuvimos hijos.
Murugan soltó una estridente carcajada que resonó por el ascensor en espirales metálicas.
-Pero ¿cómo ha surgido este tema? -se preguntó-. Ah, sí, me decías que si me iba a Calcuta me convertiría en un divorciado arruinado.
Antar sorprendió la mirada de un conocido y bajó la cabeza. Así la mantuvo hasta que salieron del ascensor.
Fueron a un pequeño restaurante tailandés, justo a la vuelta del edificio donde Alerta Vital tenía las oficinas. El camarero anotó su pedido, a lo que siguió un molesto silencio. Fue Antar quien habló primero.
-¿Por qué estás tan empeñado en marcharte a Calcuta? -soltó de pronto. Lo lamentó nada más decirlo; no tenía costumbre de preguntar intimidades a desconocidos, y menos si eran tan vulgares como Murugan. Sin embargo, pese a que le horrorizaban su voz y sus modales, no podía evitar una inexplicable sensación de parentesco con él.
-¿Quieres que te diga por qué tengo que irme, Ant? -dijo Murugan, sonriendo-. Muy sencillo: no sé cuántos años me quedan y quiero hacer algo en la vida.
-¿Hacer algo en la vida? -repitió Antar, con una nota de burla-. Lo que harás será tirar por la borda todas tus oportunidades; por lo menos, en Alerta Vital.
-Al contrario, considéralo de esta manera. Podrá haber mil personas…, no, dos mil, diez mil quizá, capaces de hacer lo mismo que yo hago ahora. Pero no hay nadie en el mundo que sepa más que yo de mi especialidad.
-¿Y cuál es? -preguntó amablemente Antar.
-Ronald Ross -dijo Murugan-. Un bacteriólogo que ganó el Premio Nobel. Créeme, en lo que se refiere al tema de Ronnie Ross, no hay quien me gane.
Debía de haber cierto aire de escepticismo en las facciones de Antar, porque Murugan se apresuró a añadir:
-Sé que parece un farol, pero en realidad no es una pretensión exagerada. Ross no era ni Pasteur ni Koch: sencillamente no tenía tantos méritos. Su investigación sobre la malaria fue lo único importante que hizo en la vida. Pero fue algo demencial. ¿Sabes cuánto tiempo le llevó?
Antar contestó negando cortésmente con la cabeza.
-La investigación en sí, el trabajo práctico, le llevó tres años justos, ni más ni menos; tres años que pasó íntegramente en la India. Tomó la salida en el verano de 1895, en un pequeño cuchitril de un campamento militar, en un sitio llamado Secunderabad, y corrió los últimos metros en Calcuta en el verano de 1898. Y en el laboratorio sólo pasó la mitad de ese tiempo. El resto lo pasó combatiendo epidemias, jugando al tenis y al polo, yendo a la montaña de vacaciones, esas cosas. Según mis cálculos, en total pasó quinientos días trabajando sobre la malaria. ¿Y sabes una cosa? Estoy al corriente de lo que hizo cada uno de esos días: sé dónde estaba, lo que hacía, qué miraba por el microscopio; sé lo que esperaba ver y lo que veía realmente; quién estaba con él y quién no. Como si le hubiese seguido a todas partes. Si su mujer hubiese preguntado: «¿Qué tal el día, cariño?», yo se lo podría haber dicho.
-¿Y cómo te has enterado de todo eso? -inquirió Antar, enarcando una ceja.
-Mira -contestó Murugan-, lo bueno de un individuo como Ronald Ross es que lo escribe todo. No lo olvides: ese tío ha decidido que va reescribir la historia. Quiere que todo el mundo conozca la historia como él va a contarla; no está dispuesto a dejar nada al azar si puede evitarlo, de ningún modo. Piensa que algún día aparecerá un individuo como yo, y yo le complazco con mucho gusto. Bien pensado, no hay que adquirir una enormidad de conocimientos: quinientos días de la vida de una persona.
-¿Era Ross tan interesante?
-¿Interesante? -Murugan soltó una carcajada-. Sí y no. Era un genio, desde luego, pero también un soplapollas.
-Sí, continúa. Te escucho.
-Vale -dijo Murugan-. Para que te hagas una idea, imagínate a un genuino representante de la época colonial, aficionado a la caza, la pesca y las armas, como en el cine; juega al tenis y al polo y va a cazar jabalíes con venablo; un individuo atractivo, de grueso bigote, mejillas carnosas y sonrosadas, que de vez en cuando le gusta pasarse una noche en la ciudad; que algunas mañanas se desayuna con whisky; que pasó mucho tiempo sin saber qué hacer en la vida; que pensaba que le gustaría escribir novelas y lo intentó, escribiendo un par de novelas góticas; y luego se dice a sí mismo: «Diablos, esto no marcha como había pensado, vamos a escribir poemas.» Pero eso tampoco cuaja y entonces papá Ross, que es un prestigioso general del ejército británico en la India, le dice: «¿Qué coño te crees que estás haciendo, Ron? Nuestra familia está en la India desde que se inventó, y no hay un puñetero cuerpo que no tenga un Ross, el que quieras, Cuerpo de Funcionarios, Cuerpo Geológico, Cuerpo Provincial, Cuerpo Colonial… Los conozco todos, pero nadie me ha hablado todavía del Cuerpo Poético. Necesitas enfriarte la sesera, muchacho, y voy a decirte dónde lo vas a hacer, así que escúchame bien. Hay un servicio en el que ahora mismo no hay ningún Ross, el Cuerpo Médico de la India. Tiene tu nombre escrito en letras tan grandes que se puede leer desde una lanzadera espacial. Así que despídete de esas gilipolleces poéticas, la poesía no va a ningún sitio.»
»De modo que el joven Ronnie se cuadra y se larga a Londres, a la Facultad de Medicina. Se dedica a pasárselo bien durante unos años, escribiendo algún poema, participando en sesiones musicales, imaginando argumentos para su siguiente novela. Lo que menos le interesa es la medicina, pero de todos modos entra en el Cuerpo Médico y de buenas a primeras se encuentra de nuevo en la India, cargando con un estetoscopio y desmembrando veteranos. Así que se lo vuelve a tomar con calma durante unos años, dedicándose al tenis, a montar a caballo, igual que antes. Y entonces se levanta una mañana de la cama y descubre que le ha picado el microbio de la ciencia. Está casado, con hijos, está a punto de tener la crisis de la madurez; debería ahorrar para un cortacéspedes a motor, pero ¿qué hace, en cambio? Se mira al espejo y se pregunta: “¿Qué está de moda ahora mismo en medicina? ¿Qué está pasando al margen de lo corriente? ¿Con qué pueden darme el Nobel?” ¿Y qué le contesta el espejo? Lo has adivinado: malaria; eso es lo que se lleva esta temporada.