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-¿Así, sin más? -dudó Antar.

-Eso es. Al menos así empezó. ¿Y sabes una cosa? Lo consiguió; ganó a toda la pandilla de italianos; adelantó a los gobiernos de Estados Unidos, Francia, Alemania y Rusia; a todos dejó atrás. O en cualquier caso ésa es la historia oficiaclass="underline" el joven Ronnie, el genio solitario, atraviesa velozmente la pista y se lleva la Copa del Mundo.

-Me parece que no estás de acuerdo con eso -comentó Antar.

-Tú lo has dicho, Ant. Esa historia no me la trago.

-¿Por qué no?

Apareció un camarero y les sirvió unos tazones de sopa. Frotándose las manos, Murugan inclinó la cabeza hacia la nube con olor a limón que ascendía de la sopa.

-Me parece -insistió Antar- que tienes tu propia versión de cómo hizo sus descubrimientos Ronald Ross, ¿no es así?

-Ésa es, desde luego, una manera de expresarlo.

-Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia?

-Te diré una cosa, Ant -repuso Murugan, cogiendo la cuchara-. Algún día te leeré tres volúmenes enteros, cuando hagamos un crucero alrededor del mundo: tú invitas, yo hablo.

-De acuerdo -dijo Antar, riendo-. ¿Qué tal un par de páginas, de aperitivo?

Con los palillos, Murugan se llevó a la boca una larga y goteante coleta de tallarines. La ingirió con un ruidoso sorbido y se recostó en la silla, dándose toques en la perilla con una servilleta de papel. Hubo una breve pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo en voz queda y sin apasionamiento.

-¿Puedo hacerte una pregunta filosófica, Ant?

Antar se removió en el asiento.

-Adelante -accedió-, aunque debo decirte que no soy aficionado a las grandes cuestiones.

-Dime, Ant -empezó Murugan, clavándole su penetrante mirada en el rostro-. Dime: ¿te parece natural que uno quiera pasar la página, que tenga curiosidad por saber qué pasa después?

-Bueno -repuso Antar, incómodo-. No estoy seguro de lo que quieres decir.

-Permíteme decirlo de esta manera, entonces. ¿Crees que todo lo que puede saberse debería saberse?

-Pues claro -contestó Antar-. No veo por qué no.

-Muy bien -dijo Murugan, metiendo la cuchara en el tazón-. Pasaré unas páginas para ti, pero recuerda que me lo has pedido. Allá tú.

10

Al salir del auditorio, Urmila pensó que había llegado el momento de tener a Sonali para ella sola.

-¿Tienes unos minutos? -empezó a decir, pero Sonali ya se encaminaba hacia la calle.

Urmila la alcanzó en la entrada, justo cuando en la sala estalló un aplauso, señalando el final del discurso de Phulboni.

-Siento tener que marcharme tan pronto -dijo Sonali-. Me habría gustado quedarme hasta el final, pero son las ocho pasadas y ya tengo que irme a casa.

-Ah -repuso Urmila, haciendo un leve esfuerzo por ocultar su decepción-. ¿Tienes que marcharte ahora mismo?

Sonali hizo una pausa.

-Sí. Espero a alguien. ¿Por qué?

-Es que quería hablar contigo -explicó Urmila.

-¿De qué?

-De él -dijo Urmila, moviendo la cabeza hacia el auditorio-. De Phulboni.

-¿De qué se trata?

-Tengo que escribir un artículo sobre él. Y hay un par de cosas que me tienen intrigada. Me han dicho que tú eras la persona indicada para hablar de ello.

-¿Yo? -Sonali se quedó sorprendida-. No sé si podré decirte mucho.

Permaneció un momento indecisa. Luego, tras una mirada al reloj, dijo:

-Bueno, ¿por qué no me acompañas a casa? Podemos hablar hasta que venga mi invitado.

Sin esperar respuesta, salió a la acera y llamó a un taxi. Ignorando sus protestas, hizo entrar a Urmila y subió tras ella.

-Alipore -ordenó al taxista, bajando luego la ventanilla mientras el taxi pasaba ante la fresca oscuridad del hipódromo.

Poco antes del puente de Alipore, se encontraron con un atasco y el taxi se detuvo con un chirrido de neumáticos. Sonali se volvió hacia Urmila.