-¿Qué es lo que querías preguntarme? -le dijo, con la voz estremecida por el traqueteo del taxi parado.
-Es sobre algunos de los primeros relatos de Phulboni -explicó Urmila.
-Pero ¿por qué a mí? -inquirió Sonali, enarcando las cejas-. Figúrate. ¿Quién te ha dicho que hablaras conmigo?
Urmila titubeó.
-Alguien que conozco -dijo al fin.
-¿Quién? -insistió Sonali.
-Tú también la conoces -dijo Urmila-. O al menos la conocías. De todas formas, habla mucho de ti.
-¿Quién es? Me tienes intrigada.
-La señora Aratounian -reveló Urmila con una cálida sonrisa.
-¿La señora Aratounian? -exclamó Sonali-. ¿Te refieres a la señora Aratounian de los Viveros Dutton de la calle Russell?
-Sí, la misma. ¿Te acuerdas de ella?
Sonali asintió con la cabeza, pero lo cierto era que hacía años que no veía a aquella señora y apenas recordaba a una mujer pulcra, algo autoritaria, con falda negra y gafas de montura dorada. Siempre le había recordado a las monjas irlandesas del internado: tenía la misma voz resonante y los mismos modales bruscos. Procedía de una familia armenia que había vivido en Calcuta durante generaciones, recordó Sonali: siempre habían sido los dueños de los Viveros Dutton.
-¡Santo Dios, Dutton! -exclamó-. Hace años de la última vez que estuve allí.
-Pero ¿sabes una cosa? -dijo Urmila atropelladamente-. La primera vez que te vi fue en Dutton.
-¿En Dutton? -Sonali le dirigió una mirada de incredulidad-. Vaya, creía que no nos conocimos hasta que empecé a trabajar en Calcutta.
-En realidad no llegamos a conocernos. -Urmila se sentía ahora molesta; deseaba no haberlo mencionado.
Había sido años atrás: Urmila estaba en el último curso de bachillerato y aquella mañana se encontraba en los Viveros Dutton porque era la delegada estudiantil del Comité de Parques y Jardines. La habían llevado los profesores del Comité en la furgoneta del colegio.
Estaba nerviosa: la señora Aratounian la asustaba con su voz pétrea y su mirada penetrante como un taladro. La última que estuvo en los viveros había alargado la mano para tocar una rosa, cuando notó una mirada que se clavaba en ella. Con un sentimiento de culpabilidad, giró en redondo, retirando bruscamente la mano, y, efectivamente, allí estaba la señora Aratounian, vigilándola desde el fondo de la estancia.
-Es una planta, no un perro -le dijo, con un centelleo de sus bifocales de montura dorada-. Y tiene espinas porque no le gusta que le pasen la mano.
Urmila se sintió tan miserable que deseó desaparecer, borrarse como una mancha de tiza.
En aquella otra ocasión la visita empezó bien. La señora Aratounian hizo lo posible por mostrarse amable. Señaló a un anaquel de macetas con crisantemos y dijo:
-Escoge uno, cariño, y te dejaré quedarte con él. Sólo por esta vez.
Urmila estaba echando un vistazo a los crisantemos cuando hubo una súbita conmoción en la puerta. Se volvió y vio entrar a Sonali Das.
Los viveros estaban llenos de gente, era la época del año en que todo el mundo compra semillas y plantas. La entrada de Sonali causó sensación: acababa de publicar el libro y su fotografía estaba en todas partes. Llevaba un sari de gasa verde y blanco, y unas enormes gafas de sol colocadas sobre la cabeza que le daban todo el aspecto de una estrella de cine.
Urmila acababa de ver una de sus películas: la miró con la boca abierta, encogiéndose sobre los crisantemos, mortificada ante la idea de que la vieran con aquel mugriento uniforme escolar y las escuálidas trenzas.
Mientras Sonali hablaba con la señora Aratounian, se unió a ella un hombre alto, fuerte, de facciones duras e imponentes. La mandíbula y las cejas sobresalían en un contorno afilado, bajo una cabeza casi enteramente calva. Era evidente que habían venido juntos.
Parecía mayor para ella, decidió Urmila, pero su aire rufianesco resultaba atractivo. Se preguntó quién sería.
Entonces el hombre dijo algo a la señora Aratounian. Para absoluto espanto de Urmila, la señora Aratounian se volvió y señaló en su dirección, a los crisantemos. Durante un breve instante, Urmila titubeó. Cuando se recobró, ya era demasiado tarde. Estaban justo delante de ella y Sonali se estiraba para alcanzar un tiesto.
Se apartó bruscamente a un lado, quitándose de en medio. Pero en su precipitación chocó con la mano de Sonali. El tiesto cayó al suelo y se rompió con un estruendo horrible, salpicándolo todo de hojas, pétalos y tierra.
Horrorizada, Urmila se dejó caer de rodillas. Se puso a limpiar la tierra y la cerámica esparcidas, mirando al suelo, sin atreverse a levantar la vista. Estaba al borde de las lágrimas.
Entonces unas manos muy grandes aparecieron ante ella en el suelo, ocupando todo su campo visual. Estaban cubiertas de vello grueso y rizado, y los nudillos tan grandes como las nueces. Pese a su aturdimiento, Urmila observó que una mano estaba parcialmente paralizada, con el pulgar rígidamente torcido hacia la palma. Luego las manos empezaron a ayudarla, recogiendo la tierra torpemente.
Urmila alzó la cabeza y se encontró frente al hombre que había entrado detrás de Sonali. Tenía los ojos fijos en ella, no con enfado, sino midiéndola con la mirada. Algo en su expresión la asustó y bajó la vista.
De pronto se encontró con que Sonali la rodeaba con los brazos, ayudándola a levantarse.
-Pobrecilla -le decía a la señora Aratounian-. No es culpa suya: yo lo pagaré.
Urmila recibió una tremenda reprimenda en el camino de vuelta al colegio en la furgoneta. Pero sus profesores no tardaron mucho en desentenderse de ella para ponerse a chismorrear sobre Sonali Das y el hombre que la acompañaba.
Para su sorpresa, Urmila descubrió que conocía su nombre: Romen Haldar. Había oído hablar de él en casa: vivía en una enorme mansión cerca de su calle. Sabía que era un acaudalado constructor y agente inmobiliario, y que tenía mucha influencia en un club importante. Su hermano menor, que soñaba con jugar en primera división, hablaba de él a menudo.
Ahora, al recordar el incidente, se echó a reír.
-Fue hace años -explicó a Sonali-. Te tiré de la mano una maceta de flores: crisantemos.