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-No me acuerdo -confesó Sonali.

-Pues claro que no. Pero te portaste muy bien. Y la señora Aratounian también. Después de aquello nos hicimos muy amigas.

-Así que conoces bien a la señora Aratounian, ¿no? -preguntó Sonali.

-Voy a visitarla de vez en cuando a su piso de la calle Robinson. Siempre ha sido muy amable conmigo. Pese a ser tan brusca, a su manera es una persona muy interesante. Además, se está tan bien en su piso, con todas esas plantas y las butacas y sofás tan cómodos. Es agradable escaparse de la revista de cuando en cuando. Paso a verla siempre que puedo.

-Me han dicho que se ha jubilado y ha vendido los viveros -dijo Sonali-. Debe de haber ganado una fortuna, con el barrio en el que estaban.

-Pues no sé -dijo Urmila-. Nunca le he preguntado. Pero en realidad creo que tiene dificultades para llegar a fin de mes, ahora que está jubilada. Siempre tiene pequeños proyectos para ganar algo más de dinero. «Me he pasado la vida en el comercio», ya sabes cómo habla, «y tan seguro como que dos y dos son cuatro que no voy a quedarme quieta.»

-¿Qué proyectos son ésos? -preguntó Sonali, riendo.

-El último es que va a admitir huéspedes de pago y convertir su piso en una pensión para hombres de negocios.

-¡No! -exclamó Sonali, incrédula.

-Sí -prosiguió Urmila-. Incluso ha puesto una placa en la puerta. Lo malo es que nadie la ve hasta que sube las escaleras, así que no tiene ningún huésped todavía.

-¿Cómo se le ocurrió eso?

-Se lo pregunté, y me dijo que se le ocurrió porque un constructor está reformando una casa vieja en la acera de enfrente de su calle para convertirla en un hotel. Me dijo: «El muy tunante ha tenido la desfachatez de poner un cartel en el césped. Más feo que un dolor. “Emplazamiento del Hotel Robinson”. Si lo hace él, ¿por qué no puedo hacerlo yo?»

Y de pronto Urmila se tapó la boca abierta con la mano, inmovilizándose con una expresión consternada.

Sonriendo, Sonali sacó un cigarrillo del bolso.

-Se refería a Romen, supongo -dijo en tono seco, abriendo el mechero con un chasquido-. Romen me enseñó el otro día esa casa de la calle Robinson. Está muy orgulloso de ella; en realidad va a reconstruirla enteramente.

Aspiró sobre la llama y dejó escapar volutas de humo entre los labios fruncidos.

Urmila empezó a mascullar apresuradas disculpas.

-No te preocupes -rió Sonali-. En realidad no me importa lo que la gente diga de Romen. Tenías que oír a los chistosos de su club. Claro que el Wicket Club de Calcuta es el último lugar del mundo donde aún hay bromistas, y para eso están, para gastar bromas. Deberías oírlos cuando se meten con Romen.

Dio a Urmila una alentadora palmadita en el brazo.

-¿Conoces a Romen? -le preguntó.

-No -repuso Urmila, sacudiendo la cabeza-. Sólo le vi aquella vez en los viveros, contigo.

-Creo que te caería bien. Ha tenido una vida agitada, ¿sabes?

-¿Ah, sí? -repuso Urmila en tono evasivo. Recordaba haber oído que Romen Haldar había empezado de la nada; que había llegado a la estación Sealdah de Calcuta sin un céntimo en el bolsillo.

-Ya verás -dijo Sonali, asintiendo con la cabeza-. Es completamente distinto de lo que la gente piensa. Esta noche le conocerás: es a él a quien espero. Me dijo que vendría a casa a última hora de la tarde.

El taxi se detuvo frente a una sólida puerta metálica de dos hojas. Sonali hurgó en el bolso, buscando dinero para pagar al taxista.

De una caseta salió un chowkidar. Observó detenidamente el taxi antes de permitirle la entrada en el selecto complejo residencial. En la urbanización había cuatro bloques de viviendas, a cierta distancia unos de otros y colocados en ángulo, de modo que cada terraza tuviese buenas vistas sobre el parque de Alipore.

Mientras el taxi avanzaba a buen ritmo por el complejo, Sonali echó un vistazo a una zona de estacionamiento. Urmila siguió su mirada hasta un discreto cartel que colgaba sobre un sitio vacío. Decía: Reservado R. Haldar.

-Romen no ha llegado todavía -anunció Sonali, suspirando-. Podemos hablar hasta que llegue.

11

Murugan garabateó una fecha en una coloreada servilleta del restaurante y la colocó delante de Antar.

-Así es la cosa -dijo-. Estamos en mayo de 1895, en el hospital militar de Secunderabad. Hace tanto calor que sale vaho del suelo, ni ventiladores, ni electricidad, una habitación llena de frascos, todos ordenadamente colocados en estanterías, un escritorio con una silla de respaldo recto, un solo microscopio con portaobjetos desparramados por ahí, un individuo, en uniforme, inclinado sobre el microscopio y un enjambre de ordenanzas zumbando a su alrededor. Ése es Ronnie, y los demás son el coro, o al menos eso piensa Ronnie. «Haced esto», dice Ronnie, y ellos lo hacen. «Haced lo otro», y ellos se pegan por hacerlo. Así se ha criado, a eso es a lo que está acostumbrado. Casi no sabe cómo se llaman, ni siquiera conoce sus caras: no lo considera necesario. En cuanto a quiénes son, de dónde vienen y esas cosas, no importa, no le interesa. Podrían ser amiguetes, podrían ser primos, o compañeros de celda; a Ronnie le daría lo mismo.

-Espera un momento -le interrumpió Antar-. ¿Mayo de 1895? Entonces Ronald Ross está al principio de su investigación, ¿no?

-Eso es -confirmó Murugan-. Ronnie acaba de volver de vacaciones de Inglaterra. Cuando estaba allí conoció a Patrick Manson, en Londres.

-¿Patrick Manson? -Antar enarcó una ceja-. ¿Te refieres al Manson de la elefantiasis?

-Al mismo -dijo Murugan-. Manson es uno de los grandes de todas las épocas; ha vivido tanto tiempo en China que es capaz de desollar a una pitón con los palillos; es el tipo que escribió el libro sobre la filaria, el microbio que causa la elefantiasis. Ahora ha vuelto a Inglaterra, donde se ha convertido en el capitoste de la investigación bacteriológica de Su Majestad. El doctor Manson quiere ganar el premio por la malaria; para Gran Bretaña, según dice, para el Imperio: que se jodan los alemanes, los franchutes, los italianos y los yanquis. Será escocés, pero a la hora del partido aplaude por la Reina y por la Patria: no hay que convencerle de que ningún escocés ha visto jamás algo tan bonito como la carretera de Londres; él ya está convencido.