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La Húngara fue a la aldea en varias ocasiones a lo largo de varios meses. Al principio iba acompañada de un pequeño equipo de ayudantes y peones. Cubierta con un enorme sombrero, se sentaba en una silla con respaldo de lona y dirigía las excavaciones mediante un bastón con puntero de plata. A veces pagaba a Antar y a sus primos para que echaran una mano, al salir del colegio o cuando sus padres les dispensaban de las tareas del campo. Después, los niños se quedaban por allí, sentados en círculo, a mirar cómo ella escudriñaba la tierra y la arena con cepillos y pinzas, examinando el polvo con lupa.

-Pero ¿qué hace? -se preguntaban-. ¿Para qué es todo eso?

Las preguntas solían ir dirigidas a Antar, porque él era el que contestaba a todo en el colegio. Lo cierto era que Antar no lo sabía; precisamente estaba tan intrigado como ellos. Pero tenía que mantener su reputación, de manera que un día respiró hondo y anunció:

-Ya sé lo que están haciendo: contando polvo. Son contadores de polvo.

-¿Qué? -dijeron los otros, confundidos, así que les explicó que la Húngara contaba polvo igual que los ancianos pasaban las cuentas del rosario. Le creyeron porque era el chico más listo de la aldea.

Una tarde el recuerdo se apoderó furtivamente de Antar, una visión de arena y ladrillos de adobe y crujientes ruedas hidráulicas bajo un sol deslumbrante. Había estado luchando por mantenerse despierto mientras un inventario especialmente largo pasaba destellando. Era de un edificio administrativo que se había apropiado el Consejo Hidráulico Internacional, una pequeña y lastimosa Oficina de Extensión Agraria de Ovambobia o Barotselandia. Los funcionarios de investigación pasaban por Ava todo lo que encontraban, todos los interminables desechos de la burocracia del siglo xx: clips, carpetas, disquetes. Al parecer, creían que cualquier cosa hallada en lugares como aquél tenía relación con la disminución de la reserva de agua mundial.

Antar nunca había llegado a entender por qué se tomaban tanto trabajo, pero aquella mañana, pensando en la arqueóloga, de pronto lo comprendió. Consideraban que estaban haciendo Historia con sus vastos experimentos de control hidráulico: querían registrar hasta el más minúsculo detalle de lo que habían hecho, de lo que iban a hacer. No querían que un historiador pasase el polvo por un tamiz, buscando el significado, querían hacerlo ellos: querían ser ellos quienes atribuyesen un significado a su propio polvo.

Con un sobresalto, se enderezó en el asiento y, en árabe, dijo: «Eso es lo que eres, Ava, un Contador de Polvo, ‘Addaad al-Turaab.»

Fue un murmullo, pero Ava lo oyó de todas formas. Antar hubiera jurado que la máquina se había sobresaltado realmente: su «mirada», una cámara de vigilancia guiada por láser, giró hacia él mientras la pantalla se nublaba con símbolos de espera. Entonces Ava empezó a soltar traducciones de la frase árabe, pasando por todas las lenguas del globo en orden decreciente de población: mandarín, español, inglés, hindi, árabe, bengalí… Al principio era divertido, pero cuando llegó a los dialectos de la alta Amazonia Antar ya no pudo soportarlo más.

-Deja de presumir -gritó-. No necesitas demostrarme que lo sabes todo, Iskuti; cierra el pico.

Pero fue Ava quien le hizo callar a él, repitiéndole las frases con toda calma. Antar escuchó pasmado mientras «cierra el pico» adquiría el follaje del alto Amazonas.

2

Antar estaba a punto de acabar cuando la tarjeta de identidad y la cadena aparecieron en la pantalla. Desviaba continuamente la vista hacia la línea de información horaria; había contado con terminar unos minutos antes. Su vecina, una joven que se había mudado unos meses antes al apartamento de al lado, se había autoinvitado a ir a su casa aquella noche. Llevaría la cena. Antar quería tener tiempo para sus cosas antes de que ella llegara: pensaba darse una ducha y salir a dar su habitual paseo hasta Penn Station. Aún le quedaba media hora para marcharse, a las seis.

Inquieto como estaba, probablemente no habría mirado dos veces el carné; si de él hubiera dependido, lo habría despachado con sólo pulsar una tecla, enviándolo a la insondable oscuridad del corazón de Ava. Le prestó mayor atención únicamente porque la máquina cayó en uno de sus trances al no reconocer la cadena metálica.

La cadena se componía de minúsculas esferas metálicas entrelazadas. Estaba rayada y oxidada y había perdido el cromado, pero Antar la reconoció nada más verla. Había llevado una, durante años, cuando trabajaba en Alerta Vital.

Alerta Vital era una organización sin fines de lucro, pequeña pero respetada, que servía de consultoría general de salud pública y banco de datos epidemiológicos. Había trabajado allí mucho tiempo como programador y analista de sistemas. En cierto sentido, seguía trabajando allí, aunque desde hacía mucho Alerta Vital, como tantas otras organizaciones independientes, había sido absorbida en la gigantesca división de salud pública del recién creado Consejo Hidráulico Internacional. Como la mayoría de sus colegas, Antar había sido destinado a un intrascendente trabajo «en casa» hasta que le llegara el momento de la jubilación. Técnicamente estaba en la nómina del Consejo, pero nunca había pisado sus oficinas de Nueva York. No había necesidad: se comunicaban con él a través de Ava siempre que querían, cosa que no ocurría a menudo.

Antar recordaba la época en que todo el mundo llevaba aquellas cadenitas en Alerta Vital, junto con tarjetas de servicio con código de barras; siempre le habían gustado las cadenas. Le encantaba el tacto de las esferas metálicas, pasarlas entre los dedos; parecían cuentas de minúsculos rosarios.

Meditó un momento sobre la cadena. Ya hacía años que no veía ninguna, y no lograba acordarse de cuándo aparecieron por primera vez: probablemente en los años ochenta. Por entonces ya llevaba más de diez años en Alerta Vital. Había entrado nada más licenciarse en la Universidad Patricio Lumumba de Moscú, en la época en que los rusos seguían repartiendo becas a estudiantes de países pobres; cuando Moscú era el mejor sitio para estudiar programación lineal. Alerta Vital publicó un anuncio en la prensa internacional en el que pedía un programador y analista para llevar su contabilidad desde un terminal conectado a la línea. Era un trabajo de cálculo, nada que ver con su formación. Pero por otro lado era seguro, estable y garantizado, y le ofrecía salario americano y visado seguro. Contestó enseguida, aunque no confiaba en que llegaran a dárselo: sabía que la competencia sería feroz. Pero resultó ser el tercero de la lista, y los dos que tenía delante recibieron otras ofertas.