La había encontrado por pura casualidad en una sobada lista mecanografiada del servicio de información turística del aeropuerto. La mujer que atendía el mostrador había tratado de dirigirle a hoteles de cinco estrellas, como el Grand y el Taj. Manifestó cierta vacilación cuando él se decidió por la Pensión Robinson. Hacía poco que la habían incluido en la lista, le explicó; no podía responder de ella, no conocía a nadie que hubiese estado. Sería mejor que fuese a un hotel.
-Pero ahí es precisamente donde quiero ir -repuso Murugan-. A la calle Robinson.
No tenía idea de cómo podía ser, desde luego, y se alegró al ver que la calle era frondosa y relativamente tranquila, flanqueada por amplios edificios modernos de pisos y viejas mansiones coloniales. El número veintidós era una de las construcciones más antiguas, un sólido edificio de cuatro pisos lleno de elegantes balcones con columnas: probablemente una de las casas más señoriales de la calle, con su fachada dórica ya deteriorada y descolorida, el yeso de los muros ennegrecido por el moho.
Subió al cuarto piso en un ascensor semejante a una jaula que subía traqueteando por el hueco de una serpenteante escalinata de madera de teca. Cuando el artefacto se detuvo, Murugan salió al rellano pisando con cautela las astilladas tablas del entarimado. Un rayo de sol que entraba por el agujero de un vitral iluminaba un pequeño letrero al lado de una puerta alta que había a su derecha. Decía: Pensión Robinson. Debajo había una placa con el nombre de N. Aratounian.
Arrastrando tras él la maleta de cuero, Murugan se dirigió a la puerta y llamó al timbre. Varios minutos después oyó pasos al otro lado. Luego la puerta se abrió y se encontró ante una mujer mayor de cara cenicienta, con una bata deshilachada y zapatillas de goma.
-Hola -dijo Murugan, tendiéndole la mano-. ¿Tiene alguna habitación libre?
Sin hacer caso de su mano, la mujer le miró de arriba abajo, frunciendo el ceño tras sus bifocales de montura dorada.
-¿Qué desea usted? -inquirió en tono brusco.
-Una habitación -contestó Murugan, dando unos golpecitos con el dedo en el cartel de la puerta-. Esto es una pensión, ¿no?
La señora Aratounian echó la cabeza atrás para observarle a través de la mitad inferior de las gafas.
-Me parece que no se ha presentado usted.
-Me llamo Murugan. Pero puede llamarme Morgan.
-Será mejor que entre, señor Morgan -dijo la señora Aratounian, aspirando aire por la nariz-. Lo tengo todo ocupado, pero le enseñaré la habitación de reserva. Ya decidirá si quiere quedarse o no.
Condujo a Murugan por un anticuado salón, atestado de mesitas llenas de tapetes, fotografías con marcos de plata y figuritas de porcelana. Abriendo una puerta, le introdujo en una amplia y luminosa habitación de techo muy alto. En medio del suelo de mármol había una cama con mosquitera, desamparada como una balsa a la deriva. Justo encima, colgado de un gancho metálico, pendía un ventilador de pala larga y forma abombada.
Al fondo del dormitorio había un pequeño balcón. Cruzando el cuarto, Murugan salió, se apoyó en la balaustrada y miró a uno y otro lado de la calle: desde el cementerio bordeado de árboles de Loudon hasta el tráfico de la calle Rawdon, a su derecha. Haciendo pantalla con las manos, atisbó en diagonal hacia el número tres de la calle Robinson. Entrevió una enorme y anticuada mansión colonial, circundada por altos muros y rodeada de palmeras ornamentales. Observó que la parte delantera de la casa estaba cubierta de andamios de bambú y que en el camino de entrada había desordenados montones de ladrillos y cemento.
Murugan agitó el puño: la ubicación era tan buena como había imaginado.
-Me la quedo -anunció a la señora Murugan.
Arrojó el equipaje sobre la cama, se dio una ducha y salió a buscar el monumento de Ross.
Eso había sido unas horas antes, pero ahora la calle Robinson tenía un aspecto completamente diferente. Estaba atestada de coches, de arriba abajo: no los habituales Ambassador y Marutis, sino grandes y caros vehículos japoneses y alemanes. Los coches vomitaban hombres con dhotis y kurtas almidonados y mujeres enjoyadas con saris deslumbrantes. Se estaba celebrando una boda en los jardines de un gran edificio de apartamentos. La música resonaba estrepitosamente bajo el toldo a cuadros de un vívido pandal. Sobre la entrada, en un arco brillantemente iluminado, había una leyenda escrita con flores: «Neerah se casa con Nilima». Había luces en todas partes menos en la casa del número tres, que en contraste parecía sumida en un pozo de oscuridad, aunque estaba junto al edificio donde se celebraba la boda.
De camino a la pensión, Murugan se detuvo frente a la puerta del número tres. Lo único que alcanzaba a ver de la mansión eran los altos muros, llenos de pintadas y carteles pegados; el resplandor de las luces circundantes parecía adensar las sombras en torno al recinto. Al acercarse a las puertas de hierro, vio que estaban cerradas con una pesada cadena. Llamó con fuerza a la verja, por si dentro había un vigilante que le dejara pasar. No hubo respuesta. Retrocediendo, Murugan alzó la vista a la silueta de la mansión que se perfilaba en el vacío: de cerca era mucho más imponente de lo que parecía.
De pronto hubo un corte de energía y las luces se apagaron en toda la calle. Siguió un instante de absoluta calma; todo pareció callarse, salvo el chicharreo de las cigarras de los árboles cercanos y el bramido de conchas marinas a lo lejos. En aquel momento Murugan oyó el suave campanilleo de platillos metálicos, que sonaba en algún sitio de la casa. Alzó la vista hacia las ventanas cerradas con postigos, y vio un oscilante rectángulo anaranjado que se materializaba en la oscuridad.
Dio un respingo, asustado, y volvió a mirar. No era más que el tenue resplandor de una chimenea, que se filtraba por los mellados bordes de una ventana podrida. Entonces, con un ruido estrepitoso, se encendió un generador en el edificio de al lado, donde se celebraba la boda, y la interrumpida canción de una película rechinó unas octavas mientras un tocadiscos volvía despacio a la vida.
Murugan estaba ahora seguro de que la mansión no estaba vacía: por lo que se oía, allá dentro se estaba celebrando alguna especie de ceremonia. Se acercó a la verja y sacudió las cadenas. Para su sorpresa, se cayeron del portón; se habían olvidado de poner el candado.