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Murugan empujó la puerta y entró. Estaba oscuro, pero en la cadena del llavero llevaba una pequeña linterna. La sacó, la encendió y enfocó delante de él. El rayo de luz descubrió montones de ladrillos y cemento, apilados en el camino de entrada. Había un porche de columnas al final del curvo camino, cubierto con un entramado de bambú. Más allá, Murugan vio una puerta que conducía al interior de la casa, oscura como boca de lobo.

Al avanzar por el camino de entrada se le metieron fragmentos de gravilla y cemento en las sandalias de goma. Se los quitó sacudiendo los pies y subió al porche. Conducía a un amplio vestíbulo. Enfocó a la oscuridad con la linterna. La línea de luz se deslizó por montones de colchones y mosquiteras, ordenadamente colocados en los rincones.

Hizo bocina con las manos y gritó:

-¿Hay alguien?

Su voz se perdió entre el ensordecedor estruendo del generador cercano. Miró alrededor, siguiendo las inestables sombras que se deslizaban por la cavernosa oscuridad del vestíbulo. Entonces sus oídos percibieron un ruido, un sordo golpeteo, como un tambor. Parecía sonar en el interior de la casa, pero era difícil estar seguro por el generador y los estrepitosos altavoces.

Estaba a punto de adentrarse más en el vestíbulo cuando en la puerta apareció la luz de otra linterna.

-¿Quién está ahí? ¿Kaun hai? ¿Qué hace usted aquí? -oyó que gritaba una voz airada.

Giró en redondo y su linterna alumbró a un hombre con un gorro nepalí que corría hacia él haciendo gestos coléricos con una porra de chowkidar.

Murugan le saludó alzando dos dedos, afectando una tranquilidad que no sentía.

-Pues echando un vistazo -contestó.

El vigilante nepalí agitó la porra ante las narices de Murugan, le hizo dar la vuelta y empezó a empujarle hacia los escalones del porche.

-Sólo estaba mirando -protestó Murugan mansamente-. No he tocado nada.

El vigilante empezó a lanzar una larga perorata; Murugan sólo entendía fragmentos aislados: le decía que estaba prohibida la entrada, que dentro había obras.

En medio del camino de entrada, el vigilante alzó el brazo y señaló iracundo a un ancho cartel de hojalata. Estaba clavado al tronco de un árbol, junto al camino. A Murugan le extrañó no haberlo visto al entrar. Decía: Emplazamiento del Hotel Robinson: propiedad particular; prohibido el paso; propietario y constructor, Romen Haldar, S. L.

Murugan se soltó de un tirón y se acercó a verlo mejor. El vigilante se pegó a sus talones, alzando la voz cada vez más. Murugan se volvió de pronto hacia él.

-¿Quién es ése? -inquirió-. ¿Quién es Romen Haldar?

El vigilante no hizo caso de la pregunta. Le cogió del codo, tiró de él y empezó a empujarle hacia el portón. Murugan vislumbró la empuñadura de un kukri envainado, que sobresalía por encima de sus pantalones.

Cuando el vigilante abría la puerta, Murugan se volvió a echar una última mirada, enfocando la linterna por el jardín salpicado de escombros. Iluminó una cuerda con ropa tendida, colgada entre los troncos de dos palmeras. Colgada entre los dhotis, saris y ropa interior había una camiseta estampada con palmeras y una playa.

Luego el vigilante le dio un empujón y cerró de golpe la verja.

13

Antar sirvió a Murugan otra taza del té verde y caliente que daban en el restaurante.

-¿Tienes alguna hipótesis sobre quién era Lutchman en realidad?

-Tengo algunas pistas -explicó Murugan-. Demasiadas, quizá. En mi opinión andaba por todas partes, con nombres distintos y cambiando de identidad. Sospecho que era la punta de lanza del cerebro que fraguó el plan, quienquiera que fuese.

-Ya veo -dijo Antar-. Pero ¿sabes algo de él aparte de lo que dice Ross?

-A decir verdad, sí. Le mencionan en un diario.

-¿En un diario? -repitió Antar-. ¿De quién?

-El caso es -repuso Murugan- que tenemos noticia de un individuo que en cierta ocasión pasó un fin de semana en la casa donde vivía Ron, en Secunderabad. Lutchman también formaba parte de la casa; en realidad, para Ron era casi de la familia.

-Sigue.

-Recuerda -continuó Murugan- que cuando Ross empieza a trabajar sobre la malaria ya es un hombre felizmente casado y con dos hijos. Pero también es oficial del ejército, y está sujeto a las condiciones de la vida militar. Lo que significa que mientras él se asa de calor en Secunderabad, su mujer y sus hijos viven en la montaña, con un ejército paralelo de mujeres de militares ingleses.

»En sus Memorias, Ron dedica exactamente dos líneas a su vida extracientífíca en Secunderabad: “El 23 [de abril de 1895] salí para Secunderabad… y allí viví en un bungalow en garçon, con el capitán Thomas, ayudante de Estado Mayor, y el teniente Hole, dos personas estupendas. Teníamos nuestro comedor, y estaba el Secunderabad Club, donde jugábamos al golf y al tenis; pero no quise tener caballos, pues estaba a la espera de que en cualquier momento me destinaran a un servicio especial contra la malaria.”

»No hay que esforzarse mucho para imaginarse el ambiente donde vivía Ross en Secunderabad; directamente sacado de uno de esos seriales de la BBC: gran bungalow colonial, paredes blancas, techos de un kilómetro de alto, interiores frescos y oscuros, elefantes aparcados en el camino de entrada, criados con turbante haciendo reverencias a los sahibs, sirvientes narcotizados removiendo el aire con abanicos de hojas de palma, caballos de polo, raquetas de tenis, fajines, los dichosos paratha.

»Él lo llama bungalow, pero no te creas: el sitio tiene varias docenas de habitaciones y cinco mil metros cuadrados de jardín. Luego están las dependencias de los criados, bastante alejadas de la casa, donde apenas se les ve: una larga fila de cuartos bajos, muy pequeños, aunque en algunos viven seis o siete personas y hasta familias enteras. Ahí es donde Lutchman establece su residencia, exactamente un mes después de que Ross llegue a Secunderabad. Pero Lutchman ocupa un lugar muy alto en la jerarquía: ha sido personalmente elegido por el gran doctor sahib. Se le da una habitación para él solo. Mete allí todas sus cosas y se instala cómodamente.