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»Para entonces Grigson está verdaderamente cachondo; se le saltan los botones. Pero al mismo tiempo revienta de curiosidad. En realidad no está seguro de qué le gustaría más, si meter o entender.

»Y dice, en indostaní chapurreado, señalando el faroclass="underline" “¿Qué es eso?”

»Lutchman se hace el tonto. “¿Qué es qué?”

»“Ese farol de ahí.”

»“Ah, eso. Ya sabe qué es.”

»“Sí, pero ¿cómo lo llamas tú?”, pregunta Grigson.

»“¿A qué vienen esas preguntas?”, dice Lutchman, que también habla un indostaní chapurreado, por lo que a Grigson le resulta difícil centrar el tiro.

»“Simple curiosidad”, contesta Grigson.

»“¿Por qué?”, insiste Lutchman. “¿Se molesta en venir hasta aquí sólo para hacerme preguntas tontas?”

»“No”, dice Grigson. “Sólo tenía curiosidad, eso es todo.”

»“¿Curiosidad de qué?”

»“De ciertos términos.”

»“¿Se refiere a que quiere saber cómo se llama?”

»“Sí”, dice Grigson. “Eso es.”

»“¿Y por qué no lo ha dicho?”, pregunta Lutchman. “Se llama farol.”

»Y entonces fue cuando Grigson estuvo seguro. Lo supo porque Lutchman no pronunció la palabra como lo habría hecho si realmente hubiese sido de donde decía que era. Lo que dijo fue “falol”.

»Así que Grigson le sonríe y le dice, hablándole en su propio dialecto: “Así que tu verdadero nombre es Laakhan, ¿verdad? ¿No es así como se dice en tu región?”

»Nada más oír eso, la cara de Lutchman adquiere una especie de rigor mortis. Pero Grigson no lo nota; está distraído, felicitándose por su infalible oído. Agita un dedo ante Lutchman: “Los nativos no podéis engañarme”, le dice. “Os tengo calados. Sé exactamente de dónde sois todos y cada uno de vosotros. Esos préstamos de palabras os traicionan en cualquier momento.”

»Y entonces, de pronto, Lutchman hace su jugada. Descuelga bruscamente el farol y dice: “Venga, sígame.”

»“¿Adónde?”, pregunta Grigson.

»Pero Lutchman ya ha salido por la puerta. Grigson también echa a correr.

»Resulta que, como muchas ciudades donde hay acantonamientos británicos, Secunderabad es un importante centro ferroviario. La estación no está lejos del bungalow de Ross: de hecho, la estación sólo está a unos cien metros del jardín. Pero Grigson acaba de llegar y no lo sabe. Corre mucho, tratando de alcanzar la luz roja de Lutchman. Jadea; las endorfinas estallan en su cabeza como burbujas de champán. No está en buena forma; cuanto más deprisa corre, más desorientado se siente.

»Se esfuerza todo lo que puede, pero el farol siempre está un poco más adelante, saltando, oscilando, girando: parece llevarle a algún sitio. Está muy oscuro; el resplandor de la lámpara es lo único que Grigson alcanza a ver. No está seguro de dónde está, pero sabe que ya no corre sobre hierba: es grava lo que tiene bajo los pies. Oye un rumor metálico. Pero no puede fiarse de lo que oye; está agotado, le zumban los oídos.

»Entonces oye un estruendo que casi le rompe los tímpanos: un silbato. Mira atrás y de pronto es como si acabaran de inventar el cine y él estuviera sentado en primera fila: una locomotora se precipita sobre él, exhalando nubes de vapor. Presa del pánico, cruza corriendo las vías; estaba listo, lo iban a atropellar. Pero en la última fracción de segundo logra saltar: los parachoques no le rozan por unos milímetros.

»La luz roja ya ha desaparecido. A duras penas, Grigson encuentra el camino de vuelta al bungalow. Está asustado: seguro que Lutchman ha tratado de matarlo simulando un accidente. Cree que debería prevenir a Ross de que algo muy extraño está ocurriendo bajo su techo. Pero se echa atrás: no quiere dar explicaciones sobre lo que ha ido a hacer a los barracones de los criados. ¿Y qué hace, en cambio? Lo escribe todo en su diario.

»A la mañana siguiente Lutchman sirve el desayuno en la mesa, como cualquier otro día, con aire de no tener una sola preocupación en la cabeza. Es el criado modelo, como siempre: sonriente, obsequioso, atento. Grigson decide no hacer una comida más en aquella ciudad: es joven, tiene toda una vida por delante. Y coge el primer tren que sale de Secunderabad.

14

Sonali notó que, nada más entrar en el edificio, Urmila se había quedado callada de pronto; no había dicho una palabra mientras esperaban el ascensor, simplemente permanecía mirando el vestíbulo con los labios apretados, fijándose en todos los detalles. Comprendía que se estaba conteniendo para no hacer algún comentario de desaprobación.

Sonali llevaba viviendo allí lo bastante para olvidar lo extraño, incluso lo grotesco, que le había parecido aquello al principio: los suelos de mármol, los recargados espejos dorados de las paredes, las altas palmeras en los rincones, con sus bruñidos maceteros de bronce. No era algo que se viese a menudo en Calcuta, salvo en hoteles de cinco estrellas.

Cuando Romen le enseñó el edificio, ella le dijo que no parecía un sitio donde se pudiera vivir, por lo menos no ella. Habría que perder mucho tiempo pensando en cómo hacer las cosas: dónde tender la ropa y si comprar muebles nuevos. Pero Romen se había echado a reír, tal como era de esperar.

-Todo esto, el mármol y el bronce, es puro negocio -le explicó-. La gente que compra estos pisos paga por eso. No tienes que tomártelo en serio.