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Llegó el ascensor y Urmila entró sin decir nada. Sonali pensó que debía decir algo para que apreciara debidamente la situación, para que comprendiera que no era la clase de sitio en que siempre había vivido, que se había pasado la mayor parte de su vida siguiendo a su madre de un modesto apartamento a otro, que su madre estaba tan acostumbrada a la pobreza y a la vez le aterrorizaba tanto, que nunca había pensado en vivir de otro modo, ni siquiera cuando tenía dinero. Pero entonces se abrió la puerta del ascensor y ya era demasiado tarde.

Sonali abrió la puerta del piso y se sorprendió de encontrarlo a oscuras. Encendiendo la luz, hizo entrar a Urmila.

-¿No hay nadie en casa? -preguntó Urmila, mirando en torno a la amplia habitación acristalada, con sus alfombras de Cachemira y sus sillas bajas, tapizadas con brillantes espejuelos al estilo de Gujarati.

-Hay un chico que cocina y hace la limpieza… -contestó Sonali, indicando a Urmila que se sentara en una silla-. Normalmente, cuando llego a casa está sentado en la alfombra viendo una emisora musical y cantando a pleno pulmón.

Dejó caer el bolso en una silla y se dirigió a la cocina por el corredor, encendiendo luces al pasar. La cocina estaba arreglada, todo en su sitio, los mármoles relucientes. La cruzó rápidamente, pasó a un cuarto trasero y encendió una bombilla que pendía del techo de un cordón retorcido.

El cuarto estaba vacío: el colchón y la ropa de cama cuidadosamente doblados al pie del charpoy. Todo lo demás había desaparecido: el ruidoso transistor, las zapatillas, las camisetas estampadas que siempre llevaba. Se acercó a un pequeño escritorio que había en el rincón del fondo y abrió un cajón. También vacío: todos sus libros, lápices y bolígrafos habían desaparecido.

-¿Está ahí? -preguntó Urmila, alzando la voz.

-No -contestó Sonali en tono distraído-. Me parece que se ha marchado; todas sus cosas han desaparecido.

Apagó la luz y volvió despacio al salón.

-¿Sólo tenías un criado? -preguntó Urmila.

-En realidad no era un criado -explicó Sonali, sacudiendo la cabeza-. No me gusta que los criados vivan en casa.

-¿Entonces…?

-Por el día iba al colegio. Pero por la tarde cocinaba y limpiaba, cuando se acordaba: ése era el trato. Lo propuso Romen. Uno de sus clientes o no sé quién encontró al chico: se ganaba la vida exhibiendo sus habilidades matemáticas a los viajeros de los trenes de cercanías en las horas punta. Romen aseguraba que era una especie de niño prodigio y lo tomó bajo su protección.

Sonali abría puertas con aire ausente, mirando en habitaciones y baños, como si esperase encontrarlo.

-No lo entiendo -dijo-. ¿Adónde puede haberse marchado? No tiene adónde ir. No conoce a nadie aparte de Romen.

Entonces sonó el teléfono en el salón. Sonali acudió corriendo y cogió el aparato inalámbrico de color gris. Con un gesto de disculpa hacia Urmila, abrió una puerta y salió al balcón con el teléfono.

-Hola -dijo, apretando la tecla de conexión. Bajó la voz y preguntó en un susurro-: ¿Romen?

El teléfono emitió un chisporroteo y en la línea se oyó un murmullo. Enseguida comprendió que no era Romen, sino otro hombre. Se puso tensa, azorada al tiempo que decepcionada.

-Por favor, ¿podría decirme -preguntó la voz en un bengalí ceremonioso y cortés- si por casualidad está ahí el señor Romen Haldar?

-No, no está -contestó ella, adoptando un tono formal, tratando de borrar todo rastro de la anterior intimidad-. ¿De parte de quién?

-Ah, ¿entonces no está? -dijo la voz con muda sorpresa.

-No -repitió Sonali. Ella también estaba sorprendida: la única persona que telefoneaba allí preguntando por Romen era su secretaria. Eran normas de Romen, no de ella, uno de sus extraños gestos hacia las convenciones domésticas. Era para protegerla, solía decir, para que la gente no murmurase; como si eso impidiese a la gente murmurar.

-¿De parte de quién? -insistió, no con firmeza, sino con cierta vacilación.

-No importa -dijo la voz.

-Espere -se apresuró a decir Sonali-. Un momento. ¿Quién es usted, quién llama?

Pero ya se había cortado la comunicación.

Sonali se dejó caer en una butaca de bambú con el teléfono sobre el regazo. Atisbó el aleteo de una cortina en el edificio de enfrente. Sus sospechas se vieron inmediatamente confirmadas: los vecinos la vigilaban otra vez. Alcanzó a ver unas cabezas justo en el momento en que se ocultaban.

A veces se preguntaba si instalaban puestos de observación en las ventanas para mantener vigilado su balcón. ¿Qué hacían cuando lograban verla? ¿Iban corriendo por los pisos gritando: «Sonali Das ha vuelto a salir al balcón, ven a verla»?

Parecían tímidos cuando se cruzaba con ellos en los ascensores o los aparcamientos: acomodados cirujanos cardiovasculares y gerentes de bancos con sus mujeres envueltas en gasas. La saludaban con una sonrisa y luego bajaban la vista, como temerosos de que les pillara mirando. De cuando en cuando le decían que les gustaban sus películas, o su libro. Algunas personas mayores le hablaban de las actuaciones de su madre: le contaban historias del camino que habían recorrido para llegar a la enorme carpa de Narkeldanga y sacar entradas de cuatro annas para ver interpretar a Kamini-debi alguna de sus famosas y antiguas obras de jatra, María Antonieta, reina de Francia o Rani Rashmoni.

Sabía que murmuraban de Romen y ella; a menudo sentía una especie de inútil curiosidad por saber lo que pensaban: ¿sentían lástima de ella? ¿La despreciaban? ¿Se escandalizaban? Habría sido interesante saberlo, en un sentido abstracto, pero no es que le importara, en realidad. Se había criado entre la murmuración: su madre se había enfrentado en mayor medida que ella y tampoco le había importado.

Se levantó para entrar y entonces, siguiendo un impulso, volvió a sentarse y marcó el número del Wicket Club. El teléfono sonó varias veces antes de que finalmente respondiera el jefe de camareros.

-¿Javed? -dijo ella.

-Salaam memsahib -la saludó él, reconociéndola inmediatamente-. Romen-sahib se ha marchado hace media hora.