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Antar se frotó las yemas de los dedos, conmovido por una nostalgia sensorial, recordando el tacto de aquellas cadenas y aquellos carnés plastificados. Las cadenas eran de dos tamaños, según recordaba: podían llevarse colgadas al cuello o pasadas por el ojal de la solapa. Él siempre había preferido las cortas.

Le llevó tiempo teclear las respuestas a las preguntas de Ava. Entretanto, la máquina se entretenía jugando con la tarjeta, dándole la vuelta, ampliando secciones de forma aleatoria.

De pronto destelló un símbolo a través del monitor: salió disparado de una esquina y fue rodando y disminuyendo de tamaño a medida que avanzaba. Antar lo vio justo antes de que desapareciese por la otra esquina de la pantalla. Se precipitó al teclado y, despacio, lo hizo volver. Cuando tuvo el símbolo centrado, paralizó la imagen.

Hacía años que no veía el logotipo de Alerta Vital, tan familiar en otro tiempo, una imagen cuidadosamente estilizada de dos coronas de laurel entrelazadas. Y ahí lo tenía ahora, delante de él, extraído del fondo de un carné perdido. Intrigado por la aparición del símbolo, tan bien conocido y durante tanto tiempo olvidado, Antar dio la vuelta al carné. Lo puso de nuevo en pantalla, en su tamaño normal, y lo fue ampliando poco a poco. No cabía duda: se trataba de una tarjeta de servicio de Alerta Vital.

Calculó que era de mediados de los años ochenta o principios de los noventa, época en que pasaba tantas horas con hojas de cálculo que llegó a conocer a todos los que figuraban en la nómina de Alerta Vital. Mirando la mugrienta y antigua identificación suspendida frente a sus ojos, empezó a preguntarse a quién habría pertenecido. Estaba seguro de conocer el nombre; eso como mínimo. Quizá hasta podría reconocer la cara de la fotografía.

Sin pensar, tecleó una serie de órdenes. La pantalla de Ava se puso momentáneamente en blanco mientras el sistema empezaba a reconstruir la identificación, restableciendo el original. El proceso podía llevar cierto tiempo, y ya sólo le faltaban veinte minutos para terminar. Dio un brusco impulso a la silla, molesto consigo mismo. Mientras el asiento giraba, vio que había aparecido una palabra en pantalla, bajo una línea que decía: «Lugar de origen». Lanzando el pie contra el suelo, paró la silla.

Normalmente no se molestaba en averiguar el origen de los inventarios: venían en tales cantidades que no importaba mucho. Pero ahora sentía curiosidad, sobre todo cuando «Lhasa» apareció en la pantalla. Intentó acordarse de los años ochenta y noventa, de si por entonces Alerta Vital tenía oficina en esa ciudad. Luego observó que la palabra «Lhasa» iba precedida de un símbolo, a modo de prefijo, que indicaba que el elemento se había incorporado a la memoria en Lhasa pero había sido encontrado en otra parte.

Volvió la cabeza y vio que el pálido contorno de un enorme triángulo blanco había empezado a materializarse en el cuarto de estar, unos metros más allá. Ava había empezado a crear una proyección holográfica de la identificación reconstruida: el nebuloso triángulo representaba la esquina superior izquierda, enormemente ampliada. Se puso a tamborilear con los dedos en los brazos de la silla, preguntándose si tenía fuerzas o deseo de preguntar a la máquina dónde se había encontrado la tarjeta de identidad. Cuando algo llegaba a través de Lhasa, nunca se sabía.

Lhasa era el centro administrativo del Consejo Hidráulico Internacional en el continente asiático. En la sede del Consejo la consideraban la capital de facto de Asia, pues poseía el mérito exclusivo de ser el único centro administrativo del mundo que no estaba a cargo de una sino de varias regiones hidráulicas: la del Ganges-Brahmaputra, la del Mekong, la del sur del Yangtsé, la del Hwang-Ho. Todos los flujos de la información del Consejo relativos a la parte oriental del continente pasaban por Lhasa. Eso significaba que el carné podría haber entrado en el sistema en cualquier parte entre Karachi y Vladivostok.

Volvió a mirar atrás. Ava estaba tardando más de lo previsto: acababa de empezar con la fotografía, en el margen superior derecho de la tarjeta. Echó una mirada a la línea de información horaria. No le quedaba mucho tiempo si quería dar un paseo hasta Penn Station antes de que llegase Tara, su vecina.

Ociosamente, a la espera de que Ava completase la fotografía, tecleó otra orden pidiendo un seguimiento ordenado de los diversos lugares de procedencia de la identificación. La máquina tardó un momento más de lo habitual, pero de todos modos no pasaron más de dos segundos antes de que mostrara el nombre de la ciudad donde había aparecido el carné.

Era Calcuta.

3

Mientras esperaba a que Ava siguiera con la tarjeta, Antar echó la silla hacia atrás, inclinándola sobre sus ruedecillas, hasta que pudo ver la cocina por la puerta del cuarto de estar. Sobre el fregadero había una ventana y, estirando el cuello, alcanzaba a ver la parte trasera del apartamento de Tara, al otro lado del patio. Sintió alivio al ver que aún no había llegado; el apartamento estaba a oscuras.

Volvió a repantigarse en la silla, bostezando. Se le empezaron a nublar los ojos al pensar en el té dulce, oscuro y humeante que le esperaba bajo las luces de neón de la cafetería de Penn Station; en los demás parroquianos que acudían de vez en cuando: el cajero sudanés, la elegante guyanesa que trabajaba en una tienda de ropa usada de Chelsea, el joven bangladeshí del quiosco del metro. Muchas veces se limitaban a sentarse en afable silencio al fondo de la cafetería, en torno a una mesa redonda con tablero de plástico, dando sorbos de té o café en tazas de papel, mientras veían cintas de películas hindis y árabes en un pequeño televisor portátil. Pero de cuando en cuando se entablaba alguna conversación o intercambiaban información sobre un aparato que vendían en algún sitio o una nueva estratagema para no gastar fichas de metro.