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La señora Aratounian soltó una seca carcajada.

-Fíjese, señor Morgan. Son tan incompetentes que ni siquiera le cortan.

«Si comparezco hoy ante ustedes en este lugar», decía la áspera voz, «el más público de todos, es porque estoy al borde de la desesperación y no conozco otro medio de alcanzar el Silencio. Sé que queda poco tiempo; para mí y para ella. Sé que la travesía se acerca; sé que está al alcance de la mano…»

Aunque el rostro ya no estaba en pantalla, era evidente que el escritor lloraba: «… cuando se acaban las horas, cuando quizá no quedan sino unos momentos, al no conocer otros medios hago este último llamamiento: “No me olvides: te he servido lo mejor que he podido. Sólo una vez pequé contra el Silencio, en un momento de debilidad, seducido por la que amaba. ¿No he sido suficientemente castigado? ¿Qué más queda? Te lo ruego, te lo suplico, si es que existes, y nunca lo he dudado ni por un momento, dame una señal de tu presencia, no me olvides, llévame contigo…”»

La pantalla parpadeó y volvió a aparecer el rostro del presentador, ligeramente sudoroso. Con una sonrisa forzada, empezó a decir: «Pedimos disculpas a nuestros telespectadores…»

La señora Aratounian se puso trabajosamente en pie, se acercó a la televisión y apagó el aparato.

-Ésa es la clase de tonterías que hay que soportar si no se tiene el cable -dijo con hastío-. Noche tras noche. Dígame, señor Morgan, ¿se ven estupideces como ésta en la BBC?

19

Antar paró el contestador y se puso en pie. Era inútil lamentar la pérdida del documento que Murugan le había enviado por correo electrónico: si no lo hubiera borrado entonces, lo habría hecho poco después. Pero posiblemente, sólo posiblemente, no estaba irremediablemente perdido. A lo mejor podía Ava encontrar algún rastro de él y reconstruirlo: no era inconcebible. Ava hacía trucos maravillosos.

Antar se dirigió a la puerta del dormitorio: sólo había un modo de averiguarlo.

Justo cuando iba a salir del dormitorio oyó algo; un ruido apagado, como una suave pisada. Se dio la vuelta y miró a la pared. El cuarto de estar de Tara estaba al otro lado, únicamente separado por unos centímetros de yeso y una puerta tapiada. Era increíble cómo pasaba el ruido por aquel tabique.

Quizá había vuelto Tara: Antar estaba seguro de haber oído a alguien. Se acercó a la pared y llamó con los nudillos.

-Tara, ¿has vuelto?

No respondieron.

Se dirigió apresuradamente a la cocina y miró por la ventana al apartamento de Tara, al otro lado del patio. Las luces seguían apagadas: parecía que no estaba en casa. Se encogió de hombros: habría sido una tabla húmeda del entarimado; no había manera de saberlo en un edificio tan viejo y lleno de crujidos como aquél. Se inclinó sobre el fregadero, se echó agua en la cara y cogió un paño de cocina.

Fue al cuarto de estar y se sentó al teclado. Pulsando una tecla hizo que Ava saliese disparada a revolver entre las memorias acumuladas de todos sus discos duros, viejos y reemplazados. No era imposible que alguna copia «fantasma» del mensaje perdido de Murugan hubiera permanecido en alguna parte del sistema. Bastaría con el menor rastro: Ava haría el resto.

Momentos después apareció una mano en la pantalla de Ava, haciendo gestos displicentes con los dedos entreabiertos. Hacía poco que Ava había empezado a aprender lenguaje gestual -en dialecto egipcio, naturalmente-, y ésa era su nueva forma de indicar una negativa.

Luego el gesto cambió: los dedos se juntaron, apuntando hacia arriba, como si acabara de sacarlos de un líquido. Lo cual significaba: Espera, hay más. La pantalla se quedó en blanco y se activó el dispositivo de voz.

El mensaje todavía podía encontrarse, le dijo Ava. Sólo que tardaría un poco. Se había escrito en uno de esos antiguos teclados alfabéticos, que funcionaban a base de contacto. Quizá pudieran localizarse las señales electrónicas emitidas por las teclas. Se trataba simplemente de cotejar la «huella digital» electrónica del mensaje de Murugan con cada señal electrónica que aún andaba por la ionosfera.

Antar tecleó una consulta: quería saber cuánto duraría todo el proceso.

Ava tardó un momento en contestar. Supondría examinar unos seis mil ochocientos noventa y dos trillones de çuñabytes, fue la respuesta; en otras palabras, aproximadamente ochenta y cinco billones de veces la suma estimada de cada acto dactilográfico jamás realizado por un ser humano. Estaba segura de tardar al menos quince minutos.

Antar tecleó dos nombres, Cunningham y Farley, y dejó libre a Ava.

Antar se sintió de pronto muy cansado. Bajó la vista y se observó un leve temblor en la mano. Al tocarse la frente y la mejilla se le cayó el alma a los pies. Estaban calientes y húmedas: parecía el comienzo de uno de sus accesos de fiebre. Evidentemente, hoy tendría que olvidarse de su paseo a Penn Station.

En cierto modo se sintió aliviado. Decidió tumbarse mientras Ava escrutaba los cielos.

Casi se había dormido cuando, veinte minutos después, Ava empezó a lanzar gorjeantes llamadas. Retirando las mantas, Antar se levantó tembloroso y se puso una bata. Luego recorrió el pasillo hasta el cuarto de estar.

En la pantalla de Ava le esperaba un mensaje: la búsqueda había revelado unos rastros del mensaje electrónico perdido de Murugan. Pero las señales eran débiles y posiblemente estaban distorsionadas. Ava había reconstruido una apariencia de documento pasando los fragmentos recuperados por un algoritmo diagramático. Pero no se responsabilizaba de la autenticidad del texto restaurado.

Antar tecleó una consulta: quería saber si Ava podía generar un simulacro de imagen del texto con su programa de visualización simultánea. De esa manera, lo único que tendría que hacer para revisar el texto sería ponerse su visor Vis Sim. Incluso podría recostarse en la silla y mirar: Ava haría lo demás. Sentía que ya le temblaban bastante las manos: era consciente de que no podría soportar el esfuerzo de leer un documento largo.