De labios de su madre brotaron las primeras notas de un lamento.
-Pero ¿qué estás diciendo, Urmi? -sollozó-. ¿Quieres decir que tu trabajo es más importante que la vida de tu hermano? ¿Me estás diciendo que uno de esos majaderos ministros de Delhi es más importante que nosotros?
Continuó sollozando mientras Urmila permanecía en silencio, sentada al borde de la cama. Finalmente, dejó la bandeja en el suelo y preguntó, exasperada:
-¿Habéis comprado el pescado?
-No -contestó su madre-. No ha habido tiempo, y ninguno teníamos dinero. Tendrás que traerlo mañana temprano de Gariahat.
-Por la mañana no puedo ir a Gariahat -exclamó Urmila, protestando. Pero se dio por vencida en cuanto las palabras salieron de sus labios. Era inútil discutir; sabía que al final tendría que ir ella. Su padre no iría porque interferiría con sus ejercicios matinales de respiración; sus hermanos tampoco porque estarían durmiendo; su cuñada no iría porque nadie se atrevería a pedírselo. En cuanto a su madre, tampoco, y si Urmila se lo pedía, rompería a llorar diciendo: ¿Cómo puedes decirme eso a mí? ¿Es que no sabes que el homeópata me ha dicho que no tengo que madrugar nunca por lo del asma?
Entonces Urmila sentiría el deseo de observar que su asma no la impedía ir a ver a su gurú un día sí y otro no cuando hacía sus apariciones de madrugada en Dakhuria para mostrarse ante sus seguidores con la primera luz del amanecer. Pero sabía que no lo diría, por muchas ganas que tuviera. En vez de decírselo a su madre, se lo diría a sí misma mientras se dirigía a Dalhousie en un microbús a toda velocidad, entre codos que se le clavaban en la espalda y con la nariz metida debajo de algún sobaco. En su fuero interno repetiría una y otra vez esas palabras -pero vas a tu gurú un día sí y otro no, mamá- y se iría enfadando cada vez más hasta acabar haciendo una barbaridad, como el día en que su madre la hizo bajar al puesto del planchador a buscar los calzones de fútbol de su hermano antes de coger el microbús: sufrió tal acceso de ira, ya en el autobús, murmurando sus calladas protestas, que al final levantó la pierna y aplastó con el pie el empeine de un viajero. Ni siquiera sabía por qué lo había hecho; sólo quería sentir el crujido que el talón de su zapato hacía al clavarse en la carne y el hueso. Y también disfrutó intercambiando insultos con el hombrecillo gordo al que había pisado; fueron gritándose el uno al otro desde Lansdowne hasta la avenida Lord Sinha, cuando ella lo intimidó reduciéndolo al silencio.
Sintió que las manos de su madre la sacudían del hombro.
-No te duermas todavía, Urmi -le decía-. Primero dime una cosa: ¿irás por el pescado y lo prepararás?
-A lo mejor no tengo que ir -repuso ella, soñolienta-. Quizá pase por aquí un vendedor de pescado.
-Pero ¿lo harás sí o no? -insistió su madre.
-De acuerdo -cedió Urmila, resignada-. Lo haré, ahora déjame dormir.
Su madre le dio una palmadita en el hombro.
-Sabía que lo harías. Mi pequeña y dulce Urmi. Ah, qué contento se va a poner tu hermano. Tenías que haber visto lo entusiasmado que se ha puesto cuando le he dicho que Romen Haldar iba a venir a casa…
Urmila tardó un momento en reconocer el nombre y entonces, bruscamente, se incorporó.
-¿Quién? -dijo, sorprendida.
-Romen Haldar -repitió su madre-. El del Club, que va a venir a visitarnos. Sabes quién es, ¿verdad?
-Sí -dijo Urmila, soñolienta-. Sé quién es. Sólo una coincidencia, nada más.
21
Elijah Monroe Farley salió para la India en octubre de 1893, empezó a leer Ava, dos años después de su marcha de los laboratorios de investigación de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore. Varios amigos y conocidos viajaron a Nueva York para despedirle, entre ellos su mentor, el venerable especialista en malaria W. S. Thayer y los otros dos componentes de su antiguo equipo, W. G. MacCallum y Eugene L. Opie. En el verano de 1894, el joven reverendo Farley estaba establecido en una pequeña clínica de beneficencia del remoto municipio de Barich, al pie de los montes orientales del Himalaya. La clínica estaba dirigida por la Misión Ecuménica Americana y su personal era el único con formación médica del distrito.
Con veintiséis años, Farley era un hombre alto y desgarbado, pelirrojo y de ojos verde oscuro. De carácter austero y contemplativo, se adaptó fácilmente a los rigores de su nueva vocación. Si llegó a añorar su antigua profesión de científico, no lo dejó traslucir: todo su tiempo lo consumía la clínica.
Ya llevaba cinco meses en la clínica cuando recibió la primera carta. Era de su antiguo amigo y colega de Baltimore Eugene Opie. En su mayor parte, se componía de trivialidades sobre el tiempo y las circunstancias maritales y profesionales de conocidos comunes. Pero Opie también se refería, aunque sólo de pasada, a un proyecto de investigación que MacCallum y él habían emprendido recientemente. Escribiendo en la descuidada taquigrafía de un atareado investigador, Opie no perdió tiempo en exponer las implicaciones teóricas de su trabajo. Pero Farley comprendió inmediatamente que Opie y MacCallum se basaban en los descubrimientos del francés Alphonse Laveran.
Aquellas noticias inesperadas sumieron a Farley en un estado de perplejidad. De estudiante no había prestado mucha atención al trabajo de Laveran, dando por descontado que estaba generalmente desacreditado. En eso había seguido la opinión nada menos que de William Osler, el padre espiritual de la Johns Hopkins, que había declarado públicamente sus dudas sobre el «laveranismo». Farley se había marchado a la India con el pleno convencimiento de que la teoría de Laveran estaba destinada al vasto cementerio de las hipótesis desprestigiadas: su asombro ante la noticia de su exhumación no pudo ser mayor.
Una vez despertados, los recelos sobre la vuelta a la vida del laveranismo fueron insinuándose poco a poco en la mente del joven misionero, creando duda e incredulidad donde antes reinaba la certidumbre. A medida que pasaban los días, esas dudas empezaron a corroerle de forma sutil e inesperada, evocándole de nuevo la vida a la que había renunciado, suscitándole una abrumadora nostalgia por los casi olvidados hábitos y costumbres del laboratorio. Empezó a lamentar amargamente el impulso que le había llevado a dejarse el microscopio en el hogar familiar de Nueva Inglaterra, pues si se lo hubiera traído habría sido muy fácil instalar allí mismo un laboratorio improvisado.