-Ah, ya está aquí, Farley -gritó-. Me han dicho que había llegado. Bueno, hombre, no se quede ahí parado; entre. Arreglemos este asunto de una vez por todas.
Tranquilizándose, Farley subió los escalones del porche y estrechó la ancha y carnosa mano de Cunningham. Tras un rápido intercambio de saludos, el doctor le puso una mano en el hombro y le condujo hacia la puerta abierta del laboratorio. Farley pasó, sólo para detenerse en seco al descubrir que estaba siendo minuciosamente observado por una mujer vestida con un sari y por un joven que llevaba una bata blanca y un pyjama.
La mujer le escrutaba con un aire inquisitivo tan penetrante que no era capaz de apartar la mirada de ella. Vestida con un sari de algodón barato y colores vivos, no era ni joven ni vieja, quizá rozaba la cuarentena. Cuando terminó su examen, se sentó en el suelo con las rodillas levantadas.
Cunningham debió de notar el desconcierto de Farley, porque dijo:
-No le preste la menor atención; le encanta mirar a la gente.
-¿Quién es? -preguntó Farley en voz baja.
-Bueno, sólo es la mujer de la limpieza -dijo Cunningham con indiferencia.
Sólo entonces observó Farley que tenía en la mano una jahru.
-Es una especie de arpía -continuó Cunningham-, está aquí desde siempre. Ya sabe cómo son: les gusta echar una mirada a las visitas. No se deje intimidar; es inofensiva.
Farley vio que la mujer miraba al joven, que estaba de pie a su lado, y tuvo la clara sensación de que habían intercambiado una sonrisa y una inclinación de cabeza, casi un imperceptible gesto de despedida. Entonces la mujer se puso en pie, le dio la espalda y se dirigió al fondo de la sala, como dando a entender que se había agotado su interés por él.
Farley sintió que la sangre le añoraba a las mejillas.
-No le haga caso -insistió Cunningham, guiñando un ojo-. Está un poco tocada…, ya sabe.
Hizo un gesto al joven para que se presentara.
-Y este chhokra -dijo con una ruidosa carcajada satírica- es un criado a quien he enseñado a ayudarme con las platinas. Supongo que podría llamársele mi ayudante.
Conduciéndole entre las mesas del laboratorio, Cunningham señaló un microscopio.
-Puede trabajar aquí -dijo a Farley-. Mi criado le traerá las platinas. -Al marcharse se permitió soltar una carcajada-. Espero que encuentre lo que anda buscando.
Farley se sentó frente al microscopio, y durante la hora y media siguiente el ayudante le llevó varias docenas de platinas para que las mirase. Como se trataba de un empleado doméstico, a Farley no le sorprendió que Cunningham no se hubiera molestado en decirle su nombre. Pero ahora, al verle trabajar, le impresionó la habilidad del joven: dadas las circunstancias, su eficiencia le pareció bastante notable.
Pero las platinas que le presentó a Farley no encerraban sorpresas. Tenían manchas secas, de un tipo que le resultaba familiar, con las negras células pigmentadas de sangre palúdica muy evidentes. Cuando estudiaba en Baltimore había visto docenas como aquéllas. Del parásito de Laveran no vio rastro alguno. En realidad pronto habría abandonado el esfuerzo si no hubiera sido por un pequeño y extraño incidente.
Después de mirar por el microscopio durante una hora más o menos, Farley tuvo sed y pidió agua. El joven ordenanza fue en el acto a buscarle un vaso y se lo puso delante. Farley bebió la mitad y, con idea de dejar el resto para más tarde, lo colocó al alcance de la mano, justo detrás del microscopio.
Unos minutos después, apartando la vista del microscopio, descubrió que, reflejada en la superficie convexa del vaso de cristal, podía ver toda la sala. No pensó más en ello, pero cuando levantó la vista de nuevo sus ojos se detuvieron en la escena que se desarrollaba a su espalda.
El ayudante, que había ido a buscar una bandeja de platinas, estaba cuchicheando con la mujer del sari. Farley comprendió enseguida que hablaban de éclass="underline" el distorsionado reflejo de sus rostros les daba un carácter grotesco e intimidante mientras asentían con la cabeza y señalaban al otro lado de la estancia. Farley se apresuró a bajar la cabeza al microscopio sin dejar de observar el vaso con el rabillo del ojo.
Lo que vio a continuación fue aún más sorprendente que lo que había visto antes. Cuando la conversación en voz baja terminó, no fue el joven ayudante sino la mujer quien se dirigió a la estantería con cajones de la pared; fue ella quien seleccionó las platinas que iban a presentarle para que las examinara. Fijándose con cuidado, Farley la vio escoger las platinas con una celeridad que indicaba que no sólo conocía a fondo las platinas, sino que sabía exactamente lo que contenían. Farley apenas podía contenerse. La cabeza le rebosaba de preguntas: ¿cómo había adquirido tales conocimientos una mujer, analfabeta por añadidura? ¿Y cómo había logrado mantenerlo en secreto ante Cunnningham? ¿Y cómo era que, evidentemente sin formación alguna e ignorante de los principios en que se basaba ese conocimiento, había llegado a asumir tal autoridad sobre el ayudante? Cuanto más reflexionaba en ello, más convencido estaba de que aquella mujer le ocultaba algo; de que si lo hubiera querido le habría enseñado lo que iba buscando, el parásito de Laveran; y de que había decidido negárselo porque, debido a algún insospechable motivo, le había considerado indigno de ello.
Farley se habría marchado con mucho gusto de aquel sitio, de aquel supuesto laboratorio, cuyos instrumentos demasiado familiares parecían destinados a propósitos tan perversos como inescrutables. Pero sabía que si se marchaba entonces la incertidumbre y la duda le atormentarían para siempre. No tenía más remedio que proseguir su investigación, adondequiera que condujese.
Y de esa manera Farley se obligó a permanecer donde estaba, con el ojo pegado al microscopio, mirando sin ver las absurdas platinas que el ayudante colocaba frente a él. Al cabo de media hora, dijo al joven: