-Hoy no he visto ni rastro del parásito, pero sé de buena fuente que existe en realidad. Así que hablaré con Cunningham-sahib y, con su permiso, volveré mañana para continuar mis investigaciones.
Ante esas palabras, un aire de absoluta consternación se abatió sobre las facciones hasta entonces sonrientes del ayudante. Farley le vio lanzar una mirada a la mujer sin nombre, que los observaba atentamente desde el fondo del laboratorio. Luego soltó una serie de balbuceantes protestas: no era necesario que volviera al día siguiente; no había nada que ver, era una pura pérdida de tiempo, y de todos modos Cunningham-sahib estaría ausente; sería mejor que volviera más tarde, otro día…, dentro de dos semanas, o de un mes, quizá entonces habría algo que ver…
La vehemencia de sus protestas era tal que confirmó las sospechas de Farley: el ayudante no podría haber manifestado mejor que él y su silenciosa compañera, que permanecía al fondo de la sala, estaban deseosos de librarse de su presencia; que su visita al día siguiente desbarataría alguna connivencia previamente concebida, un acontecimiento o acontecimientos que ya habían planeado contando con la ausencia de Cunningham.
Dándose cuenta de que ahora llevaba ventaja, Farley pasó delante del ayudante diciendo:
-A pesar de todo volveré mañana.
Tras lo cual fue a buscar a Cunningham.
El inglés estaba en la sala contigua, instalado en una chaise longue y dando soñadoras chupadas a una pipa de largo vástago. Cuando Farley le pidió permiso para continuar al día siguiente, soltó una bocanada de aromático humo y exclamó:
-¡Pues claro, muchacho, no faltaba más! Si está decidido a persistir en la búsqueda de ese fantasma de Laveran, vuelva las veces que quiera. Les diré que le esperen.
A punto de marcharse, Farley vaciló. Echó una rápida mirada alrededor, para asegurarse de que estaban solos, y luego, acercándose al asiento del inglés, se dejó caer de rodillas.
-¿Puedo hacerle una pregunta, señor? -musitó al oído de Cunningham-. ¿En qué circunstancias admitió a esa mujer en el laboratorio?
-¿A Mangala? -dijo Cunningham, señalando por encima del hombro con el vástago de la pipa.
-Sí, si es que se llama así.
-Si quiere saber cómo la encontré, la respuesta es: en el mismo sitio donde encontré al resto de mis criados y ordenanzas, en la nueva estación de ferrocarril; ¿cómo se llama? Ah, sí, Sealdah.
-¿En la estación de ferrocarril, señor? -jadeó el asombrado Farley.
-Exactamente -repuso Cunningham-. Ahí es donde hay que ir si se necesita a alguien dispuesto a trabajar: siempre lo he dicho, está llena de gente que busca trabajo y techo para dormir. Véalo usted mismo la próxima vez que pase por allí.
-Pero, señor -exclamó Farley-, contratar a gente sin preparación y analfabeta…
-¿Y quién mejor que uno mismo para preparar a los propios ordenanzas, muchacho? -replicó Cunningham-. En mi opinión, es con mucho preferible a estar rodeado de estudiantes a medio formar y excesivamente impacientes. Se ahorra uno la tarea de dar muchas lecciones inútiles e innecesarias.
-Así que fue usted quien enseñó a esa mujer… Mangala, ¿no?
-Fui yo, en efecto -dijo Cunningham, con los ojos nebulosamente perdidos en la distancia-. Y nunca había visto antes unas manos y unos ojos tan rápidos. Sin embargo… -añadió, dándose unos golpecitos con el dedo en la cabeza y ensombreciendo las facciones-, no está muy en sus cabales, ¿sabe? Tiene el cerebro tocado…, por la enfermedad, la mala vida o Dios sabe qué.
-¿Y el joven? -preguntó Farley-. ¿Qué me dice de él?
-No lleva mucho tiempo aquí -explicó Cunningham-. Lo trajo Mangala: dijo que era paisano suyo.
-¿Y de dónde son?
-De cerca de donde está usted. Creo que el sitio se llama Renupur; al venir habrá pasado por allí.
-Pues sí -dijo Farley-. De camino a Calcuta he pasado por Renupur.
Farley estaba a punto de preguntarle el nombre del ayudante cuando oyó un ruido a su espalda. Se incorporó y lo primero que vio fue a la mujer, Mangala. Le miraba ferozmente desde el otro extremo de la habitación, y tal era la furia de su expresión que un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Al salir, observó que la mujer mantenía una consulta en voz baja con el ayudante.
Apenas había llegado al bosquecillo de bambúes que había delante del laboratorio cuando oyó pasos que corrían tras él. Momentos después le alcanzó el ayudante y en tono cortés, casi implorante, le preguntó cuándo pensaba llegar exactamente al día siguiente. Resuelto a mantener la ventaja de la sorpresa, Farley le dio una respuesta evasiva:
-Vendré cuando pase por el barrio. Mi visita no tiene por qué interrumpir su trabajo diario.
Con esas palabras volvió la espalda al cabizbajo ayudante y se alejó.
Sin ninguna razón concreta, Farley pasó gran parte de la noche rezando. Pero no pudo determinar la naturaleza de lo que le esperaba ni por qué lo temía. Y eso, el hecho de no reconocer aquello a lo que debía enfrentarse, se convirtió a su vez en su mayor miedo. Se quedó en su cuarto durante toda la mañana siguiente, sin probar bocado ni beber nada, y no salió hasta bien pasado el mediodía.
Así, una vez más, ya estaba cayendo la tarde cuando llegó al hospital. Pero, a diferencia de la víspera, aquel día el cielo estaba gris y encapotado, y un fuerte viento soplaba por el Maidan. Mientras se acercaba al laboratorio, Farley tenía la impresión de que los bambúes que lo separaban del hospital estaban vivos, presa de agitado movimiento. Y cuando entró en el bosquecillo vio que efectivamente había sombras delante de él, en el camino: tres siluetas, encapuchadas y envueltas en mantos, se dirigían despacio y a trompicones hacia el laboratorio. Farley se detuvo, invadido por malos presagios, y luego, serenándose, siguió adelante. Cuando sólo estaba a unos pasos de las siluetas, vio que el pequeño grupo lo componían un hombre vestido con un dhoti y una mujer con un sari. Entre ambos llevaban a otra persona, casi inerte. Se acercó audazmente, haciendo resonar la leontina para advertirles de su presencia. Se detuvieron y dieron media vuelta para encararse con él.
Farley dirigió inmediatamente la mirada a la silueta central. Era un hombre, tal vez joven, quizá maduro; imposible decirlo, pues bajo la capucha había un rostro desfigurado más allá de toda descripción, ojos desorbitados, mostrando sólo el blanco, la piel salpicada de manchas, llena de costras, los dientes en la boca abierta, babeante, remetidos hacia la garganta, como si hubieran recibido un puñetazo. Sólo lo vislumbró brevemente, pero su sentido del diagnóstico, afinado durante meses de práctica en Barich, le dijo al momento que aquel hombre se encontraba en la fase terminal de la demencia sifilítica.