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Antar empezó a ir a aquella cafetería porque el dueño era egipcio, como él. No es que echara en falta hablar en árabe, ni mucho menos. Ya tenía bastante durante todo el día con Ava. Desde que la programaron para simular una actitud «descentralizada», Ava hablaba con él en el correspondiente dialecto rural del Delta del Nilo. Habían perfeccionado su capacidad de reproducir la voz, de manera que incluso podía cambiar de tono en función de lo que se dijera: de viejo a joven, de hombre a mujer. A él se le había olvidado un poco el dialecto; sólo tenía catorce años cuando salió de su pueblo para El Cairo y nunca había vuelto. En ocasiones le costaba trabajo seguir a Ava. Y a veces, en alguna expresión insólita o un giro típico, reconocía el estilo de algún pariente olvidado mucho tiempo atrás.

Era un alivio escapar de aquellas voces por la noche; salir de aquel edificio desolado y frío, enjaulado en los andamios de sus salidas de incendios de herrumbroso acero; alejarse del eco metálico de sus escaleras y corredores. Había algo tonificante, casi mágico, en caminar por aquella calle azotada por el viento hacia los pasajes brillantemente iluminados de Penn Station, en la multitud que se arremolinaba en torno a las taquillas, en el retumbar de trenes bajo los pies, en el músico callejero con su flauta de bambú, cuyo murmullo bajo y profundo vibraba en el asfalto como un latido amplificado.

Y, por supuesto, estaba el té. El dueño lo hacía especialmente para ellos dos en una tetera de porcelana desportillada, espeso y dulzón, con un toque de menta: tal como Antar lo recordaba de su niñez.

Se pasó el dedo por el empapado cuello de la camisa. Hacía mucho calor aquel día: sofocante si cerraba la ventana, húmedo si la dejaba abierta. Abajo, el portal del edificio se abría y cerraba continuamente, sentía el impacto a través del suelo cada vez que lo cerraban de golpe. La gente que trabajaba en los almacenes y depósitos de los tres primeros pisos ya se estaba yendo a casa, un poco antes debido al largo fin de semana que se presentaba. Los oía en la calle, gritándose unos a otros mientras se dirigían a la estación de metro de la Séptima Avenida. Siempre sentía alivio cuando cesaban los portazos y la casa quedaba de nuevo en silencio.

Hubo una época en que el edificio sólo era de viviendas, todas alquiladas a familias; a familias numerosas, bulliciosas, de Oriente Medio y Asia centraclass="underline" kurdos, afganos, tayik e incluso algunos egipcios. Muchas veces se veía obligado a llamar a la puerta de sus vecinos para pedirles que hicieran menos ruido. Tayseer, su mujer, se volvió muy sensible al ruido cuando tuvo que guardar cama durante el último trimestre de embarazo. Antes nunca reparaba cuando los vecinos armaban alboroto por el patio, ni cuando los niños patinaban por los pasillos. Se había criado cerca de los entoldados zocos de Bab Zuwayla, en El Cairo: le gustaba la sensación de bazar que daba el edificio, con todos los inquilinos visitándose mutuamente y sentándose en el portal en las noches de verano, mientras los niños jugaban alrededor de la boca contra incendios. Le gustaba el edificio, aun cuando la asustase el barrio, sobre todo el denso tráfico que había a ambos lados: la autopista del Oeste a un extremo y los aledaños del Túnel Lincoln al otro. Pero quiso mudarse allí de todos modos: pensaba que sería más fácil tener un hijo en aquel edificio, con tantas mujeres y niños alrededor.

Al final dio lo mismo: ella y el niño murieron de una embolia amniótica en la trigésima quinta semana de embarazo.

Ya no quedaba ninguna de aquellas familias ruidosas y festivas que tanto habían atraído a Tayseer. Se habían ido mudando poco a poco hacia las afueras y a ciudades pequeñas por exigencias de sus negocios en expansión y su progenie cada vez más numerosa. Antar había pensado a veces en mudarse también, pero sin mucha convicción.

Al principio creía que el edificio volvería a llenarse después de la marcha de sus vecinos, igual que había sucedido en generaciones anteriores, cuando una oleada de emigrantes se iba y otra venía. Pero en algún momento se había modificado la tendencia: un cambio en la planificación urbana impulsó a los propietarios del edificio a transformar los apartamentos vacíos en locales comerciales.

Pronto los únicos inquilinos que quedaron fueron antiguos residentes de cierta edad, como éclass="underline" gente que no tenía medios para mudarse de sus apartamentos de renta protegida. Cada año había menos gente en el edificio, mientras que los almacenes crecían.

Su vecino de al lado vivía en la casa desde antes de que llegara Antar. Era un consumado jugador de ajedrez y afirmaba ser pariente de Tigran Petrossian. Antar jugaba con él de cuando en cuando, siempre perdía de mala manera.

Entonces, un verano -¿hacía quince o veinte años?-, el jugador de ajedrez empezó a decaer. Ya no podía jugar; apenas tenía fuerzas para mover las piezas. Llegaron sus sobrinos de Carolina del Norte, donde se había establecido el resto de su familia. Vaciaron su apartamento y lo cargaron todo en un camión amarillo de mudanzas. Antes de marcharse regalaron a Antar un juego de ajedrez de bronce, como recuerdo; aún lo tenía en alguna parte. Desde la ventana del cuarto de estar, Antar había visto cómo se llevaban en el camión al jugador de ajedrez.

Luego fue la mujer del piso de abajo. Vivía en la casa desde los años sesenta, cuando llegó a Estados Unidos procedente de Azerbaiyán. Había envejecido en aquel apartamento, tras haber traído dos hijos al mundo; no tenía adónde ir, sobre todo después de que empezó a fallarle la vista. En aquel espacio familiar aún podía arreglárselas sola; en cualquier otro sitio se habría encontrado perdida. Sus hijos le permitieron quedarse, cediendo a sus ruegos y en contra de sus deseos. Iban a verla cada dos meses, en avión, desde la pequeña ciudad del Medio Oeste donde vivían. Se ocuparon de que una tienda del centro le llevase comida dos veces por semana.

Y un día la asesinó el repartidor, golpeándola en la cabeza con una sartén de hierro fundido. Fue Antar quien descubrió el cadáver. Se había acostumbrado al ritmo de sus movimientos y, cuando pasó un día entero sin oír el familiar golpeteo de su bastón, comprendió que había pasado algo.

Llevaba cuatro años viviendo solo en el cuarto piso. Entonces, unos meses atrás, Maria, la guyanesa de la cafetería, llevó a Tara a Penn Station y la presentó a los demás parroquianos. Tara era menuda y tenía aire de pájaro, con su nariz afilada en forma de pico. Era joven -treinta y tantos, calculó Antar-, bastante más joven que Maria. Enseguida adivinó que era de la India: su relación estaba bastante clara, pues Maria era guyanesa de origen indio, y él sabía que seguía teniendo familia allí.