Ahora veía caras alrededor de su cama, ondeando como juncos más allá de la superficie de la mosquitera, rostros que le observaban, estudiando su cuerpo mientras yacía con su apremiante desnudez; rostros que conocía, o reconocía, una mujer de cabello gris que sonreía entre centelleantes bifocales; un muchacho desdentado, sonriente, que daba vueltas en torno a la cama; un anciano con lágrimas en los ojos, que le atisbaba en la oscuridad; una joven delgada, cogida de la mano de su novio. Estaban alrededor de su cama en actitud preocupada, como enfermeros y ayudantes de médicos, esperando que se sumiera en la inconsciencia de la anestesia.
Y ahora reaparece el inglés barbudo, con su bata blanca, fumando un puro, pertrechado con media docena de probetas; mete en la mosquitera una redecilla de mariposas, la saca, atrapa con pericia un mosquito atiborrado de sangre y lo introduce en un tubo de ensayo, tapando la boca con el pulgar envuelto en un pañuelo. Alza la probeta y se la muestra a los demás, que aplauden; están eufóricos, rebosantes de entusiasmo.
El inglés aspira el puro con fuerza y suelta una bocanada en el tubo de ensayo; el insecto muere, la diminuta y zumbante criatura que lleva su sangre. El doctor lo alza y se lo enseña a los demás, que alargan ansiosamente la mano; quieren ver por sí mismos aquella extrusión de su carne; y en su impaciencia la probeta se les escurre de los dedos, cae al suelo y se hace añicos, llenando la habitación de un frágil tintineo de cristales rotos.
Murugan se incorporó bruscamente, con la cara chorreando de sudor, sin saber si estaba despierto o aún soñando. La mosquitera zumbaba de mosquitos; bailaban como motas de polvo en la raya de luz que dividía en dos su cama. Le ardía el cuerpo, cubierto de picaduras. Se había rascado furiosamente mientras dormía; se vio sangre en las uñas, y en las sábanas.
Se levantó trabajosamente de la cama y deambuló por la habitación, rascándose con fuerza. El aire estaba cargado del olor de su propia transpiración. Abrió la puerta y salió al balcón.
Ya no había nadie por la calle, pero el generador seguía funcionando en el edificio de más abajo. El arco de entrada a la boda parecía más brillante que nunca, inundando la calle de luz. Grupos de obreros salían y entraban corriendo por el arco, cargando sus carritos de bambú con montones de sillas y mesas plegadas.
Súbitamente, con un chirrido de neumáticos, un taxi dobló a toda velocidad la esquina de la calle Rawdon y se detuvo frente a las puertas de la vieja mansión del número tres. Se apeó una mujer vestida con un sari. Estaba demasiado lejos para que Murugan pudiese verle la cara, pero la luz del arco nupcial era lo suficientemente fuerte como para vislumbrar un mechón blanco a lo largo de su pelo. Sacando una llave del bolso, la mujer abrió la verja y entró.
Murugan esperó unos momentos para ver si volvía a salir; luego entró en su habitación. Estaba acostándose cuando oyó el cercano chasquido de una puerta al cerrarse. Se levantó y asomó la cabeza por el pasillo. El piso estaba a oscuras y en silencio. Cogió una linterna y, pasando por el cuarto de estar, se encaminó al dormitorio de la señora Aratounian. Inclinándose sobre una rodilla delante de la habitación cerrada, aplicó el oído a la rendija de la puerta. Oyó un rumor leve, acompasado: como un suave ronquido; o un ventilador, quizá. Era difícil estar seguro.
Murugan titubeó, preguntándose si debía comprobar que la señora Aratounian se encontraba bien. Se decidió en contra y, de puntillas, volvió rápidamente a su habitación. Justo cuando iba a pasar por la puerta sintió un dolor agudo y punzante en el pie derecho.
Blasfemando en voz baja, se agachó a investigar. Tenía una pequeña herida en el talón. Se había cortado con un objeto afilado que yacía en el suelo, destellando en la penumbra.
Lo recogió y lo miró. Era un fragmento de cristal de unos tres centímetros de largo, posiblemente de alguna clase de tubo.
23
Era más de la una cuando Sonali decidió salir a buscar a Romen: no podía estarse quieta, y dormir era imposible.
Por suerte, justo en el momento preciso, una de sus vecinas volvió de una fiesta en taxi. Cogiendo el bolso, corrió escaleras abajo y subió de un salto al taxi, sin pensar adónde debía ir. En un impulso, recordando lo que habían oído decir a Romen a la entrada del Wicket Club, ordenó al taxista que fuese a la calle Robinson.
No tenía idea de lo que Romen podía hacer allí a aquellas horas de la noche. Sin embargo, cuando el taxi se detuvo frente a la puerta de la vieja mansión, tuvo la inexplicable sensación de que Romen estaba dentro. Afortunadamente, se había dejado unas llaves en su casa unos días antes: ella las había metido en el bolso y se olvidó de devolvérselas.
Logró dar con la llave de la verja, pero una vez dentro no supo lo que tenía que hacer. Avanzó por el sendero de grava hasta el porche y asomó la cabeza por la puerta abierta. Dentro estaba muy oscuro; no se veía mucho. Haciendo bocina con las manos, gritó:
-¿Estás ahí, Romen?
No se sorprendió de que no hubiese respuesta: había un generador en la casa de al lado que hacía un ruido tremendo. Apenas había oído su propia voz.
Siempre llevaba una pequeña linterna en el bolso, para cuando cortaban la corriente. La sacó y enfocó hacia el amplio vestíbulo. El rayo de luz surcó despacio la oscuridad, revelando esparcidos montones de colchones, camas y deteriorados utensilios de cocina.
Romen la había llevado a la casa, unos meses antes, para enseñarle su nueva adquisición. El vestíbulo estaba entonces lleno de gente atareada, cocinando, comiendo, durmiendo, alimentando a sus hijos. Toda la cuadrilla de obreros vivía en el destripado armazón de la casa. Eran nepalíes y debía de haber unos treinta, sin contar a las ancianas que habían traído para cuidar de los niños. Guisaban en un patio adoquinado detrás de la casa y dormían en los pasillos, en el porche, extendiendo sus colchones y charpoys donde podían. Todos eran parientes, le había dicho Romen, hijos, nietos, nueras, madres, tías: un pueblo entero en movimiento.