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Se agarró a un peldaño y subió rápidamente la escalera. Arriba, el humo se le arremolinó de pronto en la cara, metiéndosele en los pulmones. Se tapó la boca con el borde del sari, tratando de contener la tos, y miró.

La estrecha galería, de aspecto endeble, estaba vacía. Pasando la pierna por el último peldaño, se agachó rápidamente y se pegó al suelo. Notó que el humo era aún más denso que abajo; atrapado en el techo, giraba sobre el atrio en espesas nubes. Agachando la cabeza, mantuvo el sari apretado contra los ojos lagrimeantes. Le picaban tanto que sabía que no podría mantenerlos abiertos más de unos segundos seguidos.

Cuando se le pasó un poco el escozor, acercó la cabeza al borde y miró abajo. Vislumbró docenas de cabezas, unas de hombres, otras de mujeres, jóvenes y viejos, estrechamente agrupadas. Los rostros estaban oscurecidos por el humo y la trémula luz del fuego, pero distinguió algunos curtidos rasgos nepalíes que estaba segura de haber visto antes, cuando Romen la llevó a la casa. Por lo demás parecía un surtido de gente extrañamente variopinto: hombres con lungis, un puñado de mujeres brillantemente maquilladas con saris de nailon baratos, unos cuantos estudiantes, varias mujeres de clase media y buen aspecto: gente que difícilmente uno esperaría ver reunida.

Entrecerrando los ojos por el humo, Sonali dirigió su mirada hacia la lumbre que ardía al fondo de la estancia: el polvo de carbón vegetal lanzaba destellos rojos en el brasero improvisado de un mortero de cemento. Entonces tuvo un sobresalto: entre los rostros congregados en torno al fuego distinguió uno que conocía. Miró de nuevo: era un muchacho esquelético con una camiseta. Sonali sintió vértigo: era el muchacho que había vivido los últimos meses en la habitación de los criados de su casa, no le cabía la menor duda. Sonreía mientras le decía algo a la persona que tenía al lado.

Había un pequeño claro por delante y de cuando en cuando el muchacho y los que le rodeaban alargaban la mano y tocaban algo. Sonali no distinguía lo que era: le tapaban la vista varias cabezas muy juntas. El denso gentío se arqueaba hacia lo que allí hubiera; todos los congregados parecían tener la vista fija en aquel espacio.

Sonali cerró los escocidos ojos y apoyó la cabeza en el suelo. Tenía el sari empapado y apenas podía mover los miembros. El suelo parecía dar vueltas bajo ella: sabía que estaba a punto de perder el conocimiento.

Entonces hubo una conmoción entre el gentío y Sonali se esforzó por mirar abajo. Una persona había salido de las sombras para sentarse junto al cuerpo de Romen. Era una mujer vestida con mucha sencillez: un sari impecablemente almidonado y una pañoleta atada en torno al pelo. Era de corta estatura y tenía aspecto de matrona, Sonali calculó que era de mediana edad. Le resultaba muy familiar; estaba segura de que se trataba de alguien que conocía pero no había visto en años.

Llevaba una bolsa de tela colgada al hombro, una jhola de algodón corriente, de las que los estudiantes llevan a la universidad. De su mano izquierda colgaba una jaula de bambú. Se sentó junto a la lumbre y dejó la bolsa y la jaula a su lado. Luego, hurgando en la bolsa, con movimientos bruscos y eficaces, sacó dos escalpelos y dos bandejitas de cristal.

Colocó bandejas y escalpelo en un paño blanco, delante de ella, y volvió a buscar algo en la bolsa. Sacó una figurita de arcilla y se la llevó a la frente antes de dejarla en el suelo, a su lado. Luego extendió los brazos, colocó las manos sobre lo que estuviera tendido frente al fuego y sonrió: una expresión de extraordinaria dulzura se apoderó de sus rasgos.

Alzando la voz, la mujer, en un bengalí rústico y arcaico, dijo al gentío:

-Ya ha llegado el momento, rezad para que todo le vaya bien a nuestro Laakhan, una vez más.

De pronto Sonali tuvo una horrible sensación de premonición. Alzando la cabeza tanto como se atrevió, volvió a mirar a la zona cercana al fuego. Vislumbró un cuerpo tendido en el suelo.

El tamborileo creció hasta alcanzar un crescendo: hubo un brillante destello metálico y brotó un collar de sangre que cayó crepitando al fuego.

La cabeza de Sonali chocó contra el suelo y todo se volvió oscuro.

El día siguiente

24

Eran las siete y cuarto de la mañana y Urmila casi no podía más. Estaba en la cocina, moliendo especias, con el sudor chorreándole por la cara hasta el sari cubierto de manchas. Ya llevaba una hora levantada: había dado el desayuno a sus padres; había fregado la cocina; había dado de desayunar y bañado a su sobrino y su sobrina; había lavado el uniforme de su hermano pequeño para su partido de la tarde. Tenía que marcharse dentro de una hora si quería llegar a tiempo a la conferencia de prensa en el Gran Hotel Oriental. Pero aún le quedaba el asunto del pescado, y todavía no había ni señales de un vendedor.

Miró por la ventana de la cocina, intentando calcular cuánto tardaría en ir y volver corriendo al mercado de Gariahat. Iba a verse en apuros, estaba segura, a menos que pronto ocurriera alguna especie de milagro: si tenía que ir al mercado, tardaría en llegar media hora como mínimo, y luego tenía que escoger el pescado, regatear y todo lo demás; no había modo de evitarlo.

El apartamento estaba en un tercer piso, encajonado por todas partes entre otros edificios de viviendas. La ventana de la cocina era la única parte de la casa que tenía vistas, aparte de la terraza. Ofrecía un atisbo de una franja de la ciudad: Urmila veía el amplio y desigual horizonte de la parte sur de Calcuta, que se extendía longitudinalmente desde el parque de abajo; una vista de tejados ennegrecidos de moho que se fundían con el sucio resplandor del nublado cielo monzónico.

Abajo, en el parque, ya estaba en marcha la habitual media docena de partidos de criquet. Oía los golpes de la madera contra el cuero y unas cuantas voces soñolientas, que daban gritos de estímulo. En otro rincón del parque, media docena de hombres hacían pesas bajo el tejado de hojalata de un gimnasio. Más allá, la avenida RashBehari empezaba a removerse preparándose para la hora punta. Pero las calles seguían relativamente vacías salvo por algunos que, apresurándose por el atajo, volvían del mercado de Gariahat con manojos de verduras asomando por las bolsas de nailon de la compra.