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El atajo a Gariahat salía de la avenida principal, a unos centenares de metros de distancia. Era un sendero largo y estrecho cuyo punto sobresaliente lo constituía una anticuada mansión de construcción irregular con un camino de grava, porche de columnas y jardín bien cuidado. Urmila la veía bien desde la ventana: solía poner los ojos en ella cuando estaba atareada en la cocina: era la residencia de Romen Haldar.

En aquel preciso momento llamaron al timbre.

-Llaman al timbre, Urmi -gritó la madre desde su habitación-. ¿Es que no lo oyes?

Su padre había salido a la terraza con el periódico para mirar la sección de Anuncios, uno de sus pasatiempos matinales favoritos. Los leía en alta voz, para sí mismo, escupiendo los nombres como espinas de pescado. Dejó el periódico sobre las rodillas y alzó la cabeza.

-¿Quién es? -gritó-. Que vaya alguien a ver.

Casi inmediatamente, de la habitación de su cuñada se oyó una lánguida voz: no podía levantarse porque estaba dando de mamar al niño. Su hermano mayor ya se había marchado a primera hora de la mañana a coger un tren. Su hermano pequeño estaba en el baño, chasqueando los dedos y cantando «Disco diwana».

Entonces su madre, en su tono más dulce y lisonjero, dijo:

-Ve a echar una mirada, Urmi; si no vas tú, no irá nadie.

¡Estoy ocupada!, quiso gritar. ¿Es que no ves que estoy trajinando, intentando dejarlo todo arreglado antes de irme a trabajar…?

Volvió a sonar el timbre y en el mismo instante su sobrino de seis años entró en la cocina y empezó a tirarle del sari.

-Abre la puerta, Urmi-pishi -canturreó el niño-. Urmi-pishi-kirmi-pishi, abre la puerta, abre la puerta…

Dejó caer con fuerza el pesado almirez en la picada superficie del mortero, vivamente coloreado ahora de cúrcuma y guindilla, y pasó junto a su sobrino, que se había tumbado en el suelo. El niño alzó los brazos cuando ella pasaba y le enganchó los dedos en el borde del sari. Ella lo arrastró unos pasos y luego le dio un manotazo en el puño.

El niño rompió a llorar y fue corriendo a la habitación de sus padres, gritando:

-Me ha pegado, me ha pegado, kirmi-pishi me ha pegado…

Al descorrer el cerrojo, Urmila oyó la voz de su cuñada, que de pronto gritó:

-¡Cómo te atreves a pegar a mi hijo!

Abrió la puerta y vio a un chico parado en el umbral con una gran cesta tapada a su lado. No le había visto antes; parecía muy joven para ser vendedor. Llevaba un lungi y una camiseta grisácea.

-¿Crees que no sé lo que te traes entre manos, so guarra -perseguía la voz a Urmila a través de la puerta abierta-, viniendo todas las noches tarde a casa? Voy a darte una lección; yo te enseñaré a pegar a mis hijos…

Urmila salió y cerró de un portazo.

La turbación dio una nota chillona a su voz cuando preguntó en tono brusco:

-¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?

El muchacho le contestó con una alegre sonrisa, enseñando una boca desdentada. De pronto Urmila sintió vergüenza, mortificada ante la idea de haber permitido que su cuñada la provocara delante de un completo desconocido. Sin darse cuenta, se pasó el dorso de la mano por la frente. Las facciones se le contrajeron en una mueca al sentir la punzante huella que las especias molidas le dejaban en la cara. Se apresuró a frotarse los ojos con el borde del sari.

-¿Qué quieres? -repitió en tono más ecuánime.

El chico se estaba poniendo en cuclillas junto a la cesta. Con otra sonrisa, retiró una capa de papel y plástico y descubrió un montón de pescado que lanzaba destellos plateados a la luz de la mañana.

-Sólo he venido a preguntarte si necesitabas pescado esta mañana, didi -dijo, sonriendo-. Nada más.

25

-No te he visto nunca -repuso Urmila, arrodillándose junto a la cesta.

Se puso a examinar el pescado, abriendo las agallas: por costumbre, porque ese día no le importaba lo que compraba ni por cuánto.

El joven pescadero le dirigió una alegre sonrisa, moviendo la cabeza.

-Voy a venir a menudo -le informó-. Compra uno y verás: tengo el mejor pescado del mercado, recién sacado del agua.

-Todos los pescaderos dicen lo mismo -le recordó Urmila-. Eso no significa nada.

-Si no me crees, pregunta por ahí -se encrespó el vendedor-. Vendo en las mejores casas. Vaya, ¿conoces la casa de Romen Haldar, en ese sendero de ahí?

Urmila alzó la cabeza, enarcando las cejas.

-Voy a decirte una cosa -dijo orgullosamente el pescadero-. Todo el pescado me lo compran a mí. Exclusivamente a mí: puedes ir a preguntar, si quieres.

Metiendo la mano en la cesta, apartó unos pescados.

-Mira, déjame enseñarte algo. ¿Ves este de aquí, el ilish grande? Lo reservo para ellos. Ahora voy de camino para allá. Les dije que les llevaría algo especial esta mañana.

-Me lo quedo yo -dijo Urmila.

-No -replicó el pescadero, sonriendo y sacudiendo la cabeza-. Ése no te lo puedo dar: es para ellos. Pero te daré este otro, es igual de bueno. Mira, échale un vistazo.

Urmila asintió con indiferencia.

-Muy bien, ése.

Le dijo que se lo cortara en trozos y entró a buscar el monedero. Cuando volvió, el pescadero le tenía un paquete preparado: había envuelto el pescado en trozos de periódico y lo había metido en una bolsa de plástico.

Urmila chasqueó la lengua con disgusto al ver el envoltorio.

-No tenías que haberlo envuelto -le dijo.

El pescadero murmuró una disculpa y se puso a contar el dinero.

Urmila volvió a entrar en la casa. Ya no tenía un momento que perder. Se apresuró a la cocina y volcó el contenido del envoltorio en una bandeja de plástico, en el fregadero. Los trozos de pescado cayeron con un golpe seco, desperdigándose por toda la pila. Urmila hizo una mueca: el periódico en que venía envuelto el pescado se había hecho un burujo empapado. Tocó cautelosamente un trozo de pescado y al retirar la mano se le pegó un pedazo de papel en el dedo. No resultó fácil desprenderlo; era como una viscosa bolita de pegamento.