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-¿Sí? ¿Qué desea? -dijo.

Urmila no sabía qué decir: entre aquella familia y la suya había una larga historia de conflictos y desavenencias. Esbozando una sonrisa, preguntó:

-¿Ha llamado un pescadero a su puerta esta mañana? ¿Un joven con camiseta y un lungi a cuadros?

El vecino la miró de arriba abajo con aire de burla, pasando los ojos de la bolsa de plástico donde llevaba el pescado al sari arrugado y manchado de especias. Urmila se mantuvo firme.

-¿Le ha visto? -insistió.

-No -repuso el hombre-. Estábamos durmiendo hasta que usted llamó al timbre.

-¿Cómo? -exclamó Urmila-. ¿No ha pasado por aquí el pescadero? ¿Con una cesta…?

-¿Qué acabo de decirle? -soltó bruscamente el hombre-. ¿No le he dicho que estábamos durmiendo?

Le cerró la puerta en las narices.

Urmila subió corriendo al cuarto piso, el último de la casa. Todos los pisos eran exactamente iguales, con cuatro apartamentos idénticos cada uno, alineados a lo largo de una galería abierta. En el cuarto no había ni rastro del pescadero. Se dio la vuelta y bajó disparada, parándose en cada rellano a mirar a ambos lados de la larga galería. Que ella supiera, el pescadero no estaba en el edificio. Inspeccionó dos veces la galería de la planta baja y luego salió corriendo al puesto de paan que había en la acera, cerca de la entrada del edificio.

El dueño del puesto estaba sentado en el mostrador con las piernas cruzadas, rezando una oración antes de empezar la jornada. Urmila tuvo que esperar hasta que abrió un ojo.

-¿Qué ocurre? -preguntó sorprendido, mirándole el pelo alborotado y el arrugado sari de dormir-. ¿Por qué has salido en ese estado?

Urmila le preguntó por el pescadero y él negó con la cabeza.

-No, no he visto a nadie; como puedes ver, acabo de llegar.

Ella giró sobre los talones y echó a andar calle abajo.

-¿Adónde vas? -preguntó el paan-wallah a su espalda.

-No voy a permitir que ese individuo me robe a plena luz del día -repuso Urmila-. Voy a buscarlo para que me devuelva el dinero.

El paan-wallah soltó una carcajada burlona.

-Es inútil -advirtió-. Esos vendedores ambulantes son demasiado listos para gente como tú.

-¡Ya veremos! -gritó Urmila, volviendo la cabeza.

RashBehari rebosaba con su habitual muchedumbre matinal, unos apresurándose hacia Lansdowne y otros hacia Gariahat. La gente se volvía a mirar a Urmila, que caminaba con aire resuelto y agitando el puño. Hubo burlas y silbidos de algunos holgazanes apoyados en las barandillas de la acera o en cuclillas junto a la calzada. Urmila prosiguió la marcha, indiferente al sari manchado y a la pringosa bolsa de pescado.

Torció por un camino de tierra que salía de RashBehari, y casi sin darse cuenta llegó ante unas altas puertas de hierro forjado. Un corpulento chowkidar en uniforme caqui estaba de guardia junto a la verja. Sobre su cabeza había una placa de mármol esmeradamente labrada y empotrada en la pared. Llevaba el nombre de «Romen Haldar» escrito en historiados caracteres cursivos bengalíes.

El chowkidar la miró de hito en hito, con aire receloso.

-¿Qué viene a hacer aquí? -inquirió, situándose ante ella y golpeando la porra contra el muslo.

Urmila le apartó de un empujón, sin apenas cambiar el paso.

-A usted no le importan mis asuntos -le dijo-. Quédese donde está y ocúpese de los suyos.

Siguió su marcha por el camino de entrada hacia el porche cubierto que daba a la casa. El chowkidar la persiguió, agitando la porra y gritando:

-¡Alto! No puede pasar.

-Dígame una cosa -replicó Urmila, volviendo la cabeza-. ¿Ha venido hoy el pescadero?

-¿Qué pescadero? -preguntó el guarda-. Aquí no permitimos entrar a pescaderos. ¿Sabe de quién es esta casa?

-Sí.

Con súbita celeridad, el chowkidar la adelantó y se colocó ante ella, tratando de cortarle el paso. Pero Urmila estaba acostumbrada a abrirse camino frente a porteros y secretarios; no era contrincante para ella. Se desvió y pasó de largo sin inmutarse. El guarda la siguió, soltando imprecaciones.

Los gritos del chowkidar causaron un revuelo en la casa. En el porche apareció un hombre mayor, con una pluma en la mano, vestido con una kurta y un dhoti blancos y almidonados.

-¿Qué ocurre? -preguntó, mirando al camino con irritación.

Vio a Urmila y frunció el ceño.

-Sí, ¿qué hay? -inquirió, observándola con desdén-. ¿Qué quiere usted? Hoy no se recibe; se han cancelado todas las citas.

-Quiero ver al señor Romen Haldar -dijo Urmila, sin hacerle caso.

El secretario le lanzó una mirada furibunda por encima de las gafas.

-¿Qué asunto desea tratar con el señor Haldar?

-Quiero preguntarle por un pescadero que ha venido a mi casa esta mañana -contestó Urmila en tono desafiante.

-¿Un pescadero? -repitió el secretario, atónito-. ¿Qué pescadero?

-Un muchacho -repuso Urmila. Quiso describírselo pero lo único que recordaba de su aspecto era una descolorida camiseta y una amplia y desdentada sonrisa-. Suele venir a vender pescado a esta casa. Me ha dicho que ahora venía para acá.

Alzó la bolsa de pescado y se la mostró al secretario.

-Mire, esta mañana me ha vendido esto.

El secretario retrocedió.

-Aparte de mí esa porquería -exclamó, alzando el brazo cubierto con la inmaculada prenda de algodón-. ¿Qué disparate es éste? Hace años que ningún pescadero pone los pies en esta casa.

-Me ha dicho que vendía pescado al señor Haldar.