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-Pues mentía -afirmó el secretario.

Urmila, sintiendo que le daba vueltas la cabeza, se le quedó mirando.

-Pero ese hombre me ha dicho…

-Basta -dijo el secretario con un gesto de impaciencia-. Ya se puede marchar.

-No -dijo Urmila, endureciendo el tono de voz-. No me iré hasta que hable con el señor Haldar.

-Entiendo -repuso el secretario. Alzando una mano, hizo una indicación al chowkidar, que estaba junto a la puerta-. Shyam Bahadur, acompañe a esta señora a la salida.

Urmila le señaló con el dedo, mirándole directamente a los ojos.

-Me parece que no sabe quién soy yo -le dijo en tono firme y frío-. Permítame decirle que me llamo Urmila Roy y soy reportera de Calcutta. Tal vez debiera meditar un poco antes de hacer nada.

El secretario arrugó aún más el ceño y empezó a soltar una diatriba cargada de amenazas. Urmila le escuchó en silencio; durante los últimos años se había acostumbrado a esas situaciones. A su modo, incluso había llegado a disfrutar de ellas. Esperó impávida hasta que el secretario se quedó sin aliento.

-Y ahora le ruego que me lleve ante el señor Haldar -dijo con voz suave-. Enseguida, si me hace el favor; no tengo mucho tiempo. Dentro de poco tengo que estar en el Gran Hotel Oriental para una conferencia de prensa del ministro de Comunicaciones.

-No lo entiende -empezó a balbucear el secretario, enjugándose la frente con la manga de su impecable kurta-. No puedo conducirla ante el señor Haldar porque no sé dónde está. Ha desaparecido. Ya ha faltado a dos citas.

Urmila lo miró fijamente, con la boca abierta.

-Pero si va a venir a cenar esta noche a casa -le explicó de forma incoherente-. Por eso voy a preparar pescado; por eso voy a llegar tarde a la conferencia de prensa.

Volvió a agitar la bolsa de pescado delante de las narices del secretario.

-Una de dos, o está loca o está soñando -dijo el secretario con una mueca de desprecio-. El señor Haldar tiene un billete para el avión de Bombay de esta noche; tiene que asistir a una reunión. No piensa ir a su casa ni a ninguna otra parte. -Con un gesto de despedida, se volvió hacia el chowkidar y añadió-: Llévesela. No voy a perder más tiempo con estas tonterías.

Urmila no opuso resistencia, pero al llegar al borde del porche se liberó súbitamente.

-¡Está mintiendo! -gritó, quitándose de encima la mano del chowkidar con una sacudida-. No le creo. No va a salirse con la suya, ya verá…

El chowkidar la contuvo cogiéndola del brazo. Tratando de zafarse, Urmila tropezó. Y entonces el camino de grava voló a su encuentro.

27

Cuando volvió a abrir los ojos, Urmila estaba tendida a la sombra del porche de columnas de la mansión de Haldar. Veía borroso y le daba vueltas la cabeza. Una silueta confusa se inclinaba sobre ella y más allá había como una docena de rostros nebulosos, mirándola con ansiedad. Una voz le gritaba al oído; no entendía lo que le decía, tenía un acento raro. Alguien la abanicaba con un periódico; otra persona le ofrecía un vaso de agua. El chowkidar estaba en un plano medio, gesticulando y discutiendo con alguien que no alcanzaba a ver.

Poco a poco, a medida que se le aclaraba la vista, percibió que la gran mancha que tenía delante era un rostro, la cara de un hombre, de barba corta y bien arreglada. Le resultaba un tanto familiar.

-¡Señorita Calcutta! -La sacudía del hombro-. Vamos, despierte. ¿De dónde ha sacado esto? Tengo que saberlo.

-¿El qué? -preguntó ella. El hombre agitaba algo ante sus narices, pero no veía lo que era.

-Estas hojas -dijo el desconocido con impaciencia-. Lo que ha traído; estos papeles.

Retirándole la mano con un gesto, Urmila se incorporó.

-¿Quién es usted? -preguntó-. ¿Por qué me grita así?

-¿No se acuerda de mí? -dijo el hombre, mirándola perplejo-. Nos conocimos ayer, en el teatro.

-¿Cómo que nos conocimos? -repuso ella-. No sé cómo se llama usted, ni quién es, ni a qué se dedica ni nada.

-Me llamo L. Murugan. Trabajo en Alerta Vital. -Murugan sacó la cartera y le entregó una tarjeta, añadiendo-: Yo sí sé quién es usted. No recuerdo exactamente su nombre, pero sé que trabaja en la revista Calcutta.

-Eso es lo único que necesita saber -replicó ella-. Y ahora le ruego que me explique qué está haciendo aquí.

-¿Yo? -dijo Murugan-. Quería pedir autorización al señor Haldar para visitar su casa de la calle Robinson, así que pensé en venir a presentarme.

-¿Y por qué me grita?

-Tengo que saber de dónde ha sacado esto. -Le mostró los arrugados fragmentos de las fotocopias que ella había encontrado en el envoltorio del pescado-. ¿Me lo puede decir?

-¿Cómo se atreve? -exclamó Urmila, abalanzándose sobre su mano y arrebatándole los papeles-. Son míos. Me pertenecen.

-No son suyos -objetó Murugan, cogiéndolos-. No tienen nada que ver con usted.

-Son míos y pienso conservarlos -insistió ella, haciendo con ellos una pelota y metiéndosela en la pechera de la blusa.

-Oiga -dijo Murugan, haciendo rechinar los dientes-. ¿Ha encontrado algo que podría ser la clave de uno de los misterios del siglo y lo único que quiere es librar una batalla por su custodia?

Urmila empezó a levantarse, despacio.

-¿Por qué le interesan tanto esos papeles? Sólo valen para la basura.

-Muy bien -dijo Murugan-. Le ahorraré la molestia de tirarlos por la taza del retrete. Devuélvamelos.

-No hay por qué excitarse -dijo ella en tono frío.

Logró ponerse en pie y lanzó una mirada inquisitiva a los rostros que la rodeaban.