-Va contra las normas, desde luego -repuso Antar, tratando de adoptar un tono despreocupado-. En asuntos de seguridad el Consejo es un poco paranoico. Pero puedo arreglarlo. Si tienes cuidado y no haces tonterías, no nos pasará nada.
-Tendré mucho cuidado -prometió ella formalmente-. Te doy mi palabra: no haré nada que pueda meterte en líos.
Antar estableció la conexión aquel mismo día.
Sintió una punzada al dejarle su viejo portáticlass="underline" era un modelo de principios de los noventa fabricado en Corea, negro y liso, con las esquinas suavemente redondeadas. Siempre le había encantado: su volumen y su peso en las manos, el mudo chasquido del teclado, sus anticuados detalles cromados.
Se ofreció a darle unas lecciones, pero ella no lo consintió.
-Ya te he dado bastantes molestias -le dijo-. No quiero importunarte más. Lucky me enseñará: sabe un poco de estas cosas.
-¿Lucky?
Así se llamaba el joven del quiosco de Penn Station. Antar trató de imaginárselo, con su sonrisa permanente y su boca extrañamente desdentada, sentado frente a su portátil, tratando de guiar a Tara por la Red. Tenía sus dudas, pero decidió guardarlas para sí.
Y resultó que, al parecer, Lucky era buen profesor, porque Tara pronto aprendió a navegar por la Red. Antar le siguió los pasos los primeros días. Pero luego se aburrió de perseguirla por los anuncios de niñeras y la dejó tranquila.
Al cabo de unos días Tara consiguió su nuevo trabajo y desde entonces le estaba desmesuradamente agradecida. Por eso quería ir a su casa esa noche.
-No puedo invitarte a cenar fuera -le dijo-. Pero al menos podré ocuparme de que comas decentemente de vez en cuando.
29
En el Periférico Sur, a mitad de camino del Hospital G. P., Urmila se encontró leyendo y releyendo el brillante letrero amarillo que había en el costado de un rebosante microbús que iba pegado a su ventanilla. El taxi avanzaba poco en aquel tráfico, aprisionado por el habitual tropel de coches y autobuses. Titubeando, Urmila alzó la cabeza hacia las ventanas del microbús: una docena de personas la miraban fijamente. Desvió rápidamente la vista.
Quizá fuese aquél el micro donde hubiera ido en aquel momento si hubiese ido a trabajar. Probablemente iban en él todos los habituales: el anciano con dhoti que trabajaba en las oficinas de Hacienda y estaba escribiendo un libro sobre esto o lo otro; el funcionario de ferrocarriles que todas las mañanas llevaba una enorme fiambrera llena de comida a la Strand; la mujer de Radio Panindia que la semana pasada había intentado hacerla socia del club «Viajeros de la línea BBD Bagh».
Urmila se encogió en el asiento. Estaba incómoda, los arrugados papeles le raspaban en la blanda división de los pechos. Sentía deseos de meterse la mano y quitárselos; pero, con aquel microbús tan cerca de su ventanilla, no podía.
¿Y si la vieran ahora los del club «Viajeros de la línea BBD Bagh»? ¿Si se enteraban de que iba al Hospital G. P. con un completo desconocido? ¿Qué pensarían? ¿Qué les parecería?
De pronto se puso furiosa.
-¿Qué tiene que ver el Hospital G. P. con mis papeles? -inquirió, volviéndose a Murugan-. ¿Por qué me lleva allí? ¿Qué intenciones tiene?
-Usted quería una explicación, Calcuta -contestó Murugan-. Ése era el trato. Y voy a dársela, pero sólo lo haré donde quiero hacerlo.
-¿Y quiere que sea en el Hospital G. P.?
-Eso es. Por eso la llevo allí.
Urmila notó que el taxista los observaba por el retrovisor. Se inclinó hacia adelante y le agitó el envoltorio de pescado delante de las narices.
-¿Qué estás mirando, cabeza de chorlito? -le soltó-. No apartes los ojos de la carretera.
Escarmentado, el taxista bajó la cabeza.
-¡Vaya! -exclamó Murugan-. ¿A qué venía eso?
-Y usted -gritó Urmila, volviéndose furiosa hacia él-. ¿Quién es usted realmente?
Comenzaba a alimentar todo tipo de sospechas; recordó las historias que había oído sobre timadores y secuestradores extranjeros y redes de prostitución en Oriente Medio.
-Quiero saber quién es usted y qué está haciendo en Calcuta. Quiero que me enseñe el pasaporte.
-En este momento no llevo el pasaporte. Pero puede ver esto -dijo Murugan, sacando la cartera y entregándole su carné de identidad.
Ella lo examinó con atención, fijándose en las letras y comparando la fotografía con su rostro.
Cuando llegaron al teatro Rabindra Sadan, Murugan tocó en el hombro al taxista y señaló calle abajo.
-Por ahí -le dijo-. Pare, déjenos aquí.
-¿Aquí? -Urmila se encontró mirando a un muro de ladrillo, detrás de una zanja-. ¿Por qué aquí? Si no hay nada; hemos dejado atrás la entrada del hospitaclass="underline" está por allá.
-En la entrada no hacemos nada -aseguró Murugan, dando al taxista un billete de cincuenta rupias-. Aquí hay algo que quiero enseñarle.
-Pero si aquí no hay nada que ver -protestó Urmila, recelosa-. No es más que una valla.
-Mire allí -dijo Murugan, contando la vuelta. Señaló por encima del hombro al monumento de Ronald Ross-. ¿Ya ha visto eso?
Sorprendida, Urmila abrió mucho los ojos mientras seguía su dedo hacia la placa de mármol situada en el vértice del sencillo arco.
-No. Nunca me había fijado -dijo Urmila, y empezó a leer en voz alta-: «En un pequeño laboratorio, a setenta metros al sudeste de esta puerta, el comandante Ronald Ross, del Cuerpo Médico de la India, descubrió en 1898 cómo transmiten los mosquitos la malaria.»
Sacudió la cabeza.
-Qué raro -observó-. Aquí he cambiado centenares de veces de autobús. No puedo ni imaginar las veces que he pasado por delante de esta valla. Pero nunca me había fijado en la inscripción.