-Ya nadie se fija en el pobre Ron -sentenció Murugan, dirigiéndose a una puerta de hierro, un poco más abajo. Haciéndole señas de que se acercara, añadió-: Sígame. Le enseñaré otra cosa.
De la verja colgaba una cadena, lo bastante larga para permitir el paso a una persona. Murugan pasó primero y, cuando Urmila le alcanzó, señaló por entre las concurridas dependencias del hospital hacia un elegante edificio de ladrillo rojo bastante apartado de los demás.
-Cuando Ronald Ross vino a trabajar aquí en 1898 -explicó Murugan-, ese edificio de ahí era el único del Hospital G. P.
-¿Cómo lo sabe? -preguntó Urmila.
-Muy sencillo -dijo riendo-. Da la casualidad de que está hablando con el mayor especialista del mundo en Ronald Ross.
-¿Se refiere a usted?
-Usted lo ha dicho.
Murugan giró sobre sus talones y echó a andar por un sendero que bullía de empleados con el uniforme del hospital.
-Mire allá -dijo, señalando un complejo de cuadrados edificios nuevos, todos pintados del deslustrado amarillo de los edificios públicos-. No había ninguno cuando Ronnie realizaba su investigación sobre la malaria en Calcuta. Por aquí no había más que árboles, bambúes y follaje, excepción hecha de algunos laboratorios y dependencias donde vivían los criados y ordenanzas.
Se llevó un pañuelo a la nariz mientras pasaban por un vertedero abierto donde cuervos, perros y buitres se disputaban restos de comida y vendas sanguinolentas. Cerca había una hilera de hombres que, de cara a la pared, hacían caso omiso de un cartel que decía: «Se ruega no orinar».
Murugan se detuvo en un espacio entre dos edificios, uno de los cuales tenía el siguiente carteclass="underline" «Pabellón conmemorativo de Ronald Ross». Señaló a un viejo bungalow de ladrillo rojo que habían incorporado a una de las nuevas alas del hospital.
-Fíjese -dijo a Urmila-. Ése era el laboratorio de Ross.
Acercándose al bungalow, le señaló una placa de mármol colocada en la parte alta de la fachada. En la placa se veía la imagen estilizada de un mosquito y debajo una inscripción.
-Está muy alto para leerlo -dijo Urmila-. ¿No dice que fue en este laboratorio donde el comandante médico Ronald Ross hizo el trascendental descubrimiento de que la malaria se transmite por la picadura del mosquito?
-Algo así -confirmó Murugan.
Urmila puso cara de asombro.
-Qué edificio tan raro -comentó-. Da la impresión de estar muy encerrado en sí mismo. Es difícil creer que pudiera hacer algún descubrimiento ahí dentro.
-Lo que resulta aún más difícil de creer -dijo Murugan- es que antiguamente fuese uno de los laboratorios mejor equipados de todo el subcontinente indio.
-¿Ah, sí? -dijo ella, sorprendida.
-Desde luego -repuso él, asintiendo con la cabeza-. ¿Y sabe quién lo montó?
-¿Y cómo iba a saberlo? -contestó bruscamente ella.
-Pues lo sabe. En realidad tiene su nombre ahí.
Señaló hacia la pelota de papel que ella se había guardado en el pecho.
Dándole la espalda, Urmila se la sacó de la blusa.
-Ahí lo tiene. Enséñemelo.
Murugan le señaló una de las líneas subrayadas con tinta.
-Ése es. El coronel médico D. D. Cunningham. Él fue quien montó este sitio. Como Ronnie Ross, pertenecía al Cuerpo Médico de la India, que era una unidad del Ejército Británico de la India. Pero Cunningham era casi un jubilado, muchos años mayor que Ross. Y también era investigador, patólogo. En realidad era miembro de la Royal Society; junto a su nombre figuraban las siglas M.R.S., que era uno de los títulos más extravagantes que había por aquella época. Cunningham hizo buena parte de su trabajo en Calcuta, en este mismo laboratorio. Lo convirtió en el centro de investigación mejor equipado de esta parte del mundo. Fue Ron quien lo hizo famoso, pero no lo habría conseguido sin el viejo D. D.
-Le creo -dijo Urmila-, pero sigo sin entender qué tiene eso que ver con que estos papeles sean tan especiales.
-Paciencia, Calcuta -le recomendó Murugan-. Sólo estoy empezando. Vamos.
Volviendo por donde habían venido, la condujo por un pasaje al estrecho espacio lleno de basura que separaba el Pabellón Ronald Ross de la valla que rodeaba el hospital. Ahora tenían el arco conmemorativo a unos metros a su izquierda, y por encima de la valla alcanzaban a ver el embotellamiento de tráfico en el Periférico Sur.
Murugan señaló a unas estructuras destartaladas con tejado de aluminio, que anidaban entre los montículos de tierra y escombros apilados contra el muro.
-¿Ve esas casetas? Ahí vivían los criados de Ronnnie Ross. Uno de ellos, un individuo llamado Lutchman, era el brazo derecho de Ross. Justo ahí daba de comer a las palomas que Ross utilizaba para los experimentos.
-¿Palomas? -dijo Urmila con aire distraído, lanzando una mirada de repugnancia a los montoncitos de excremento medio ocultos entre los escombros-. Creí que había dicho que estudiaba la malaria y los mosquitos.
-Bueno, déjeme explicarle. Ronnie Ross no siempre trabajó con los tipos de malaria normales y corrientes. En Calcuta empezó a trabajar con un clase de malaria relacionada con las aves, la halteridium; podría decirse que es una versión aviar de la malaria.
-¿De veras? -dijo Urmila, mirando con cautela los árboles que los rodeaban.
-Sí. Y para mantenerle abastecido de material para sus experimentos, sus ayudantes, Lutchman y su cuadrilla, tenían una gran bandada de aves infectadas… ahí mismo. Y la soltaron en septiembre de 1898, unos días después de que Ross acabase su serie de experimentos definitivos.
Cogió una piedra del suelo.
-Permítame que le enseñe algo.
Arrojó la piedra hacia la construcción. Cayó en los escombros y, momentos después, una bandada de palomas se elevó en el aire con un cloqueo de alarma y un frenético batir de alas. Murugan retrocedió y observó los círculos que las aves describían en lo alto.
-No me sorprendería nada que ahí hubiera algunos descendientes de la bandada de Lutchman.