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-No entiendo -dijo Urmila-. Estamos hablando de algo que tuvo que suceder en Madrás en 1898. ¿Cómo es que acabamos en Egipto, cincuenta años después?

-Eso es justamente lo que trato de explicar -prosiguió Murugan-. Ocurrió lo siguiente: tras descubrir el informe del funcionario de sanidad, me puse a hacer preguntas por ahí para ver si alguien tenía alguna pista. Incluso mandé varias consultas a algunos foros de la Red Universal. Un día, al entrar en la Red, me encontré con que me esperaba un extenso mensaje: un documento de páginas y más páginas. No había remitente ni nada: lo habían mandado anónimamente. Pronto descubrí que quien lo envió se había tomado muchas molestias para que yo no averiguase su nombre: lo habían enviado y reenviado por tantos caminos distintos que ni siquiera encontré forma de rastrearlo.

-¿Y qué decía el mensaje? -quiso saber Urmila.

-Era un fragmento de un libro escrito por un psicolingüista checo. Trataba sobre una dama de la alta sociedad húngara que se distinguió por su afición a la arqueología y sus excéntricas actividades: una tal condesa de Pongrácz. Al final de su vida se trasladó a Egipto. Se la vio por última vez en 1950: se dirigía a realizar unas excavaciones cerca de la aldea donde sobrevino la epidemia. Nadie sabe qué le pasó.

-Sigo sin ver la relación con Madrás en enero de 1898 -insistió Urmila.

-Estaba a punto de llegar a eso -dijo Murugan-. En su juventud, la Pongrácz era una especie de prototipo de la jet-set de los años sesenta: viajaba por todo el mundo, se relacionaba con gurús y esas cosas. Y en enero de 1898 tenía diecinueve años y se encontraba en los comienzos de su larga carrera. ¿Y dónde cree que estaba?

-¿Dónde?

-En la India. En Madrás, para ser exactos. Y ahora supondrá usted que si una seguidora de gurús se encontraba en esa parte del mundo en aquella época, buscaría a Mme Blavatsky y la Sociedad Teosófica igual que un misil se dirige al calor. Pero se equivocará. La condesa de Pongrácz era una verdadera sibarita en lo que se refería a gurús, y no le gustaban los platos preparados. El gurú que escogió era la principal rival de Mme Blavatsky, un espécimen finlandés llamado Mme Liisa Salminen, que dirigía un pequeño grupo llamado Sociedad Espiritista. La condesa era la principal discípula de Mme Salminen, y anotaba todas las experiencias de su gurú.

31

La noche del 12 de enero de 1898, dicen las notas de la Grófné Pongrácz, se reunió un grupo selecto de espiritistas, según era su costumbre, en una casa alquilada por la Sociedad para celebrar su sesión semanal de espiritismo con Mme Salminen. Varias fuentes independientes atestiguan que, en general, tales sesiones se oficiaban con solemnidad y un alto grado de control. Solían empezar con una pequeña recepción en la que Mme Salminen servía tazas de té chino a sus discípulos. Pero en esa ocasión la solemnidad de la reunión se vio bruscamente interrumpida por una intrusión tan inesperada como inconcebible. En Madrás había muchos que ansiaban la invitación de sumarse al círculo íntimo de Mme Salminen. Se sabía de algunos que habían llegado a considerables extremos para infiltrarse en el grupo. De manera que no fue el simple hecho de que apareciese un huésped sin invitación lo que sorprendió a los espiritistas, sino más bien que el individuo de que se trataba no fuese ni por lo más remoto la clase de persona que pudiera desear asociarse a dicho grupo. Todo lo contrario. Cabe observar que, en general, espiritistas, teósofos y compañeros de viaje consideraban a civiles y militares británicos con un desprecio no disimulado, sentimiento recíproco en muy amplia medida. Tal era su repulsión mutua que, en los cuarteles del Fort St George de Madrás, cuando un soldado de caballería sentenciaba que «preferiría ser espiritista», la frase solía considerarse equivalente, en una asociación connotativa, a manifestaciones como «preferiría estar muerto».

A la inversa, la afirmación de «preferiría ser teniente coronel» podría juzgarse como una declaración de preferencias igualmente firme por parte de los espiritistas y sus allegados. Sin embargo, por la breve pero vívida descripción de la condesa, parece que el intruso era precisamente un militar. A su inimitable manera magiar, le describe como un inglés corpulento, de facciones rubicundas y cincuenta y tantos años, con cabello ralo y bigotes de húsar. El intruso se encontraba en un evidente estado de extrema agitación emocional, pues observaron que se retorcía las manos y se tiraba del bigote, y que tenía los ojos inflamados e inyectados en sangre, como si no hubiera dormido en varios días. Pero algo en su porte contradecía su estado de excitación: la condesa, por ejemplo, lo tomó inmediatamente por un oficial de rango entre medio y alto, posiblemente de un regimiento de infantería. Figúrese su sorpresa, entonces, cuando el intruso no mencionó ni rango ni regimiento al presentarse. Ella lo tomó como un desaire, como una ofensa a sus dotes de observación: y vale la pena recordar que la condesa de Pongrácz pregonaba un linaje guerrero que se remontaba nada menos que al mismísimo Atila, y lo que es más, estaba acostumbrada a que le reservaran un lugar de honor tanto en los círculos cortesanos de la Buda Imperial como en las tabernas del marcial Pest. Era imposible que se equivocara al reconocer los atributos de un militar.

Las sospechas de los espiritistas se incrementaron cuando el intruso mostró ciertas dificultades para recordar su propio nombre, terminando por presentarse (y no sin cierta vacilación) como C. C. Dunn. En cuanto se efectuó esa breve presentación, sin embargo, el supuesto señor Dunn se inclinó sobre la imponente cabeza de Mme Salminen y empezó a hablar en un murmullo. Daba la casualidad de que la condesa estaba cerca y entonces, sin parecer que prestaba la menor atención, se las arregló para aguzar el oído en aquella dirección. Pero aunque indudablemente experta en ese raro y aristocrático arte, apenas logró distinguir algunas sílabas inconexas: «Gran distancia… la veo a usted… sueños… visiones… muerte… le imploro… locura… aniquilación.»