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-Yo no podría haberlo expresado mejor.

-¿Cambiar qué? -exclamó Urmila-. ¿Y por qué? ¿Qué quieren hacer con nosotros?

-No lo sabemos. No sabemos qué, ni tampoco por qué.

-Así que lo que pretende decir es que a usted y a mí nos han cogido para un experimento y no sabemos por qué ni con qué fin, ¿verdad?

-Exacto. El caso es que se trata de una gente cuya religión es el silencio. Ni si quiera sabemos qué es lo que no sabemos. Ignoramos quién está metido en esto y quién no; no sabemos cuánto carrete les queda. No sabemos cuántos cabos quieren que atemos nosotros ni cuántos quieren que queden sueltos para quien nos suceda.

-¿Quiere decir -preguntó Urmila- que pueden dejar algo para que otros resuelvan el asunto en un futuro?

-Sí, creo que así es. Esos tíos no tienen prisa para nada. Llevan facilitando pistas un siglo más o menos, y de cuando en cuando, por los motivos que sean, hacen que algunas personas seleccionadas se fijen en ellas. El hecho de que usted y yo estemos incluidos no significa que hayan cerrado la lista.

-¿Y adónde va a parar todo esto? -quiso saber Urmila-. ¿En qué acabará?

-No terminará -dijo Murugan-. Voy a decirle cómo va la cosa: han de tener mucho cuidado al escoger el momento adecuado de pasar la última página. Mire, para ellos, escribir la palabra «Fin» en esta historia es la forma con que cuentan incorporar el gran cambio al siguiente ciclo. Pero, para que eso ocurra, dos cosas han de coincidir exactamente: los títulos de crédito del final tienen que aparecer en el preciso momento en que la historia se revela al elegido.

-¿Y qué esperan?

-Pues puede que muchas cosas. A lo mejor esperan alguna variedad de malaria que no se haya conocido nunca. Quizá una técnica que facilite y acelere el traspaso de su historia al elegido: una técnica de montaje mucho más eficaz que cualquiera de las que disponen ahora. O tal vez ambas cosas. ¿Quién sabe?

Se interrumpió de pronto al oír un trueno. Echando una rápida mirada a su alrededor, Urmila divisó un sitio cubierto por el alero de la caseta abandonada. Se refugió debajo, sentándose en el suelo con las rodillas bajo el mentón. Murugan fue tras ella y, a gatas, se colocó a su lado cruzando las piernas con un crujido de huesos. Al cabo de unos minutos la lluvia caía a cántaros frente a ellos, resbalando por el alero.

Urmila contemplaba la cristalina muralla de lluvia, abrazándose las rodillas. Todo era muy confuso: la llamada del Club, el pescadero a primera hora de la mañana, Romen Haldar, Sonali Das. Ahora le resultaba muy difícil distinguir lo que formaba parte de aquella historia y lo que no: la ventana de la cocina, desde donde se veía la casa de Haldar, ¿era parte de la intriga? ¿Sus padres? ¿Sus hermanos? ¿Su cuñada? (No, ella no.) ¿Y el hecho de que estuviera vestida con aquel horrible y sucio sari, salpicado de manchas de cúrcuma y sangre de pescado? ¿O el de que hubiera llamado a casa de los Gangopadhyaya y los hubiese despertado? Y qué raro que todo aquello hubiese ocurrido cuando lo único en que pensaba era en cómo preparar un shorse ilish lo antes posible para coger el microbús de la BBD Bagh y llegar al Gran Hotel Oriental a tiempo para la conferencia de prensa del ministro de Comunicaciones. Pensándolo ahora, parecía que había pasado mucho tiempo; apenas recordaba por qué era tan importante el ministro de Comunicaciones y su conferencia de prensa, por qué había tenido tanta prisa por llegar, por qué había insistido tanto el redactor jefe: ¿qué habría dicho el ministro, de todos modos? ¿Que las comunicaciones iban bien? ¿Que ocuparse de ellas era la misión de su vida? Qué extraño habría sido estar sentada frente a un teclado, intentando pensar en una buena frase para empezar: El ministro de Comunicaciones ha anunciado hoy en una conferencia de prensa su firme creencia en que las comunicaciones constituyen la clave del futuro de la India. En cierto modo casi parecía menos raro estar allí, sentada en aquel porche goteante, con aquel olor a mierda por todas partes, que escuchar a un viejo gordo de Delhi hablando por un chirriante micrófono; era más fácil entender por qué estaba ahí, agachada en aquel húmedo rincón de aquella decrépita caseta, que saber por qué había intentado guisar pescado para que su hermano entrara en un equipo de fútbol de primera división; tenía más sentido escuchar las explicaciones de Murugan sobre Ronald Ross que preocuparse de si conseguiría subir a empujones al microbús de la BBD Bagh para no llegar tarde a la conferencia de prensa del Gran Oriental. A pesar de que nunca había oído hablar de Ronald Ross, ni conocido a ese hombre, que se pegaba ahora a ella, apretando la pierna contra la suya. No se parecía a nadie que conociera, pero eso no tenía nada de malo, por supuesto, era bonito conocer a alguien, y su barba también era bonita, como una especie de cepillo duro. Qué sensación daría tocársela -la barba-, empezó a pensar, y luego, para su sorpresa, se dio cuenta de que, vaya, le estaba tocando, pero no la barba, el muslo de él estaba contra el suyo, agradablemente cálido, nada pegajoso. Fuera, en la calle, los autobuses pasaban rugiendo bajo la lluvia; se imaginaba gente acurrucada tras ventanas empañadas, viandantes que se apresuraban por la acera con sus paraguas, metiéndose precipitadamente en el complejo del cine Kandan y en la Academia de Bellas Artes. Qué raro era pensar que lo único que los separaba de ella y de Murugan era una valla insignificante, sólo un pequeño muro, pero servía lo mismo que la Gran Muralla China, porque no los veían ni a él ni a ella. En cierto modo era como estar en un tubo de ensayo: ésa era quizá la sensación que se tenía, sabiendo que algo iba a pasar dentro del cristal pero no fuera, que había un muro entre uno y los demás, toda aquella gente metida en autobuses y microbuses que se apresuraba al trabajo desde Kankurgachi y Beleghata y Bansdroni después de tomar el arroz matinal, con el olor a dal todavía incrustado entre las uñas; estaban tan lejos, aunque sólo les separaba la valla; ni siquiera se enterarían de si él se había quitado la camisa y ella le pasaba las uñas por el pecho hasta el vientre; ni siquiera sabrían que él tenía los pantalones bajados, hasta los tobillos, y la mano de ella estaba entre las piernas de él en vez de en su propio regazo, con el dedo enroscándose entre el rizado vello del pubis; no se enterarían de si ella se había quitado la blusa y él la rodeaba con el brazo mientras que con la otra mano le cogía un pecho acariciándole el pezón con el pulgar; no se enterarían, no tendrían ni la menor idea al pasar apresuradamente hacia el trabajo, y no era tan difícil de imaginar, en realidad, el brazo de él por su hombro y la mano en su pecho. También sería como un experimento; así sería exactamente, sentirle entre las piernas, los labios en su cuello, la sensación de algo vivo muy dentro de ella. Qué otra palabra podía haber para eso, sino «experimento», algo nuevo, algo que sabía que iba a cambiarla aunque sólo durase unos minutos, o incluso segundos; algo que estaba ocurriendo de una forma que superaba su propia imaginación, que era absolutamente incapaz de remediar.