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Tras asegurarse de que Tara había recibido el mensaje, Antar fue a la cocina por un vaso de agua. El apartamento de Tara seguía a oscuras, pero sus blancos visillos de encaje se agitaban espectralmente en la suave brisa del atardecer. Se había vuelto a dejar las ventanas abiertas unos centímetros por abajo. Antar se mordió el labio: era raro que no se hubiera fijado antes. Siempre le preocupaba que las dejara así. Aún no se había acostumbrado a la idea de que ya vivía alguien en ese piso: otra persona que abría ventanas y cerraba puertas.

En una ocasión en que se había dejado las ventanas abiertas, estalló inesperadamente una tormenta por la tarde. Ava, interrumpiendo uno de sus interminables inventarios, había prevenido a Antar, comunicándole que venía una borrasca.

Él recorrió el piso cerrando todas las ventanas. Cuando entró en la cocina se dio cuenta de que Tara se había dejado las suyas abiertas, no del todo, sólo unos quince o veinte centímetros. Los blancos visillos de encaje del cuarto de estar se agitaban bajo el vendaval.

Volvió a mirar media hora después y los visillos habían desaparecido: el viento los había arrancado de la galería. La lluvia caía a cántaros, sacudida por el viento. Durante las horas siguientes, Antar no resistió el impulso de ir una y otra vez a la cocina. En cierto modo se sentía responsable; como si la culpa fuese suya.

Estaba demasiado oscuro para ver lo que el viento y el aguacero estaban haciendo en el interior del apartamento. Pero se lo imaginaba perfectamente: la lluvia corriendo por el entarimado, formando charcos en torno a las alfombras de junco que ella había colocado de forma tan cuidadosa y precisa.

Los amigos de Tara, Lucky y Maria, la habían ayudado a subir las cosas por la escalera cuando se mudó, unos meses atrás. Antar se había maravillado de las pocas cosas que tenía: un futón que servía de cama, sábanas y alfombras y unas cuantas mesas y sillas que parecían recogidas en la calle. En las paredes, la única decoración consistía en unos pergaminos caligrafiados. Y ahora los pergaminos estaban destrozados: los veía aletear contra las paredes del cuarto de estar en frenéticos jirones blancos, deshilachados por el viento.

Lo peor era que no había modo de hacérselo saber. Eso era antes del buscapersonas: estaba en el otro trabajo y él no tenía su teléfono. Lo único que podía hacer era esperar.

La tormenta había cesado cuando se encendieron las luces en el apartamento de Tara. Antar fue corriendo a la cocina para decirle lo que había pasado y descubrió que quien había entrado no era Tara, sino Lucky, que ya se había puesto a limpiar. Antar lo vigiló discretamente durante una hora poco más o menos: no parecía darse cuenta de que le veían. Se quitó la camiseta y los pantalones y se puso un trapo de cocina en torno a la cintura, a guisa de taparrabos. Luego se plantó de rodillas y fregó el suelo, no una sino dos veces. Antar le observaba inquieto, preguntándose si haría algún destrozo. Lucky tenía fama de torpe, siempre andaba dejando caer bandejas y vertiendo el té: «Es un manazas», solía decir Tara.

Poco después, Antar oyó que la puerta de Tara se cerraba de golpe. Fue a la cocina a ver si por fin había venido.

Llegó a tiempo para ver cómo se desprendía del bolso con gesto fatigado, dejándolo caer al suelo. Entonces Lucky salió precipitadamente de otra habitación haciendo algo que dejó perplejo a Antar. Se arrojó al suelo delante de Tara y le tocó los pies con la frente.

La primera reacción de Tara, instintiva, fue alzar la cabeza y mirar en dirección a la cocina de Antar. Se azoró mucho al verlo en la ventana. Lo saludó torpemente con la mano y murmuró algo a Lucky, que se puso en pie con aire avergonzado.

Antar también se sintió molesto, pero logró sonreír y devolverle el saludo. Siempre había supuesto que sólo eran amigos; incluso se había preguntado si serían amantes, aunque Lucky parecía un tanto joven para ella. Pero Tara le explicó más adelante que tenían una especie de complicado parentesco: de ahí la reverencia.

Y ahora lo había vuelto a hacer: había dejado la ventana abierta. Antar se encogió de hombros: bueno, al menos hoy no llovía. Inclinó el sudoroso rostro sobre la pila y se echó agua.

Se dirigía a su habitación cuando sonó el teléfono. Lo cogió en el cuarto de estar, dejándose caer en la silla frente a la pantalla de Ava.

Era Tara, que parecía un poco jadeante.

-¿Has recibido mi mensaje? -preguntó Antar.

-Sí, claro -contestó ella-. Parecías muy misterioso; tenía que averiguar lo que estabas haciendo.

-Ah, nada importante. Sólo un asunto de rutina que va a durar más tiempo del previsto.

-¿Ah, sí? Parece enormemente importante.

-Y tampoco me encuentro bien.

-¿Puedo ayudarte en algo? -La voz de Tara se llenó inmediatamente de preocupación-. ¿Puedo hacer alguna cosa?

-Me las arreglaré; ya he tenido esto otras veces.

-Podría pasar a verte. Sólo tienes que decírmelo.

-No, gracias. -Antar decidió cambiar de tema y preguntó-: ¿Desde dónde llamas?

-Desde el parque de la esquina de la calle Noventa y seis con Riverside. Mi monstruito está intentando trepar por un dinosaurio de fibra de vidrio.

-¿Estás en el parque? -exclamó Antar, sorprendido-. Pero si no oigo a ningún niño.

-No -repuso ella, riendo-. La mayoría anda ahí abajo, con los aspersores, empapándose de lo lindo.

Antar hizo una pausa, perplejo. Parecía que algo no cuadraba.

-¿Y hay teléfono público en el parque? -preguntó.