-Y entonces -prosiguió-, un día, muchos años después, Phulboni pasaba por un parque y ¿qué vio sino un pequeño templo adornado con flores y ofrendas? Se detuvo a preguntar, pero nadie pudo decirle de quién era aquel templo ni por qué estaba allí. Resuelto a averiguarlo, fue a Kalighat, a una de esas callejas donde hacen esas figurillas. Y allí encontró a alguien que le contó una historia muy parecida a la suya, aunque el artesano nunca había oído hablar de Phulboni y jamás había leído ninguna de sus obras, y cuando terminó, Phulboni ya no sabía qué había ocurrido primero ni si todas aquellas circunstancias eran aspectos de la aparición de la imagen: el hallazgo en el barro, la creación de su relato, el descubrimiento de la bañista o la narración que acababa de oír en Kalighat.
Murugan se rascó la perilla con la uña.
-No lo entiendo -dijo.
Urmila sacó la mano para calibrar la lluvia. Había amainado y ya sólo era una ligera llovizna. Dio a Murugan un brusco codazo en las costillas.
-Venga -le dijo-. Vámonos.
-¿Adónde?
-A Kalighat. Vamos a ver si nos enteramos de algo de la estatuilla que viste.
35
De camino a Kalighat, contemplando las calles pulidas por la lluvia a través de la empañada ventanilla del taxi, Urmila tuvo un vívido recuerdo de la calle adonde iban: un callejón angosto, que serpenteaba entre chabolas con techado de aluminio, aceras flanqueadas por filas de figuras de arcilla de un color entre marrón y ceniciento, unas sólo torsos, con el pecho completo pero sin cabeza y con manojos de paja asomando por el cuello, otras sin piernas, o sin brazos, algunas con brazos que se curvaban en gestos fantasmales en torno a objetos invisibles…, armas, sitars, calaveras.
Una tía suya vivía cerca, en una casa grande y anticuada que sobresalía por encima de las callejas circundantes. De niña había pasado muchas veces por el callejón para visitar a su tía. Había contemplado maravillada cómo pechos y vientres cobraban forma bajo los moldeantes dedos del artesano, asombrándose de su íntimo conocimiento de aquellos cuerpos espectrales. En casa de su tía se asomaba al balcón y se quedaba mirando el callejón y sus hileras de figuras de arcilla, viendo trabajar a los fabricantes de imágenes; observando detalles de las diversas maneras en que modelaban cabezas y manos; fijándose en cómo cambiaban las figuras con las estaciones; cómo aparecían falanges de Ma Shoroshshoti en enero, adornadas todas con el cisne y el sitar de la diosa; Ma Durga en otoño, con todo su panteón familiar alrededor y Mahishashur retorciéndose a sus pies.
El taxi se detuvo en la esquina y, cuando bajaron, se encontraron con una fina llovizna que más parecía niebla. Murugan pagó y Urmila le condujo rápidamente al fondo del callejón, hacia los talleres de techo bajo y paredes de bambú. Mientras pasaban deprisa, cientos de rostros les envolvían con sonrisas beatíficas, algunos cubiertos con lonas, los ojos sin pupilas, los brazos extendidos en inmutable bendición.
Urmila se echó a reír.
-¿Qué pasa? -preguntó Murugan.
-De niña solía tener un sueño -dijo Urmila, la risa temblando en su garganta-. Soñaba que un día abría la puerta de casa y me encontraba con un pequeño grupo de dioses y diosas que llamaban al timbre con la punta de los dedos. Abría y les daba la bienvenida con las manos cruzadas y ellos entraban flotando en sus cisnes, ratas, leones y buhos, y mi madre los conducía a la mesita de formica donde comíamos. Se sentaban en nuestras sillas mientras mi madre entraba y salía de la cocina, haciendo té y friendo luchis y shingaras y nosotros los mirábamos con reverencia, rezando con las manos juntas. Ofrecíamos dulces al cisne y al búho, y Ma Kali nos sonreía con sus ojos ardientes, Ma Shoroshshoti tocaba unas notas en el sitar y Ma Lokhkhi se sentaba con las piernas cruzadas en la posición del loto, con la mano levantada como en las etiquetas de las latas de ghee.
Se detuvo frente a la puerta abierta de un taller.
-Probemos en éste -le dijo, conduciéndolo al interior.
Pasaron al taller, tenuemente iluminado, y vieron que la tienda rebosaba de efigies sonrientes de color carne.
Urmila vislumbró una silueta que circulaba entre las figuras inmóviles.
-¿Hay alguien? -preguntó, alzando la voz.
-¿Quién es?
La silueta desapareció tan bruscamente como había aparecido, tras un Ganesh de un metro ochenta que practicaba su danza.
-Sólo queríamos hablar con usted -anunció Urmila.
Un anciano se materializó de pronto ante ella, apartándose de un panteón montado en un pedestal. Llevaba un dhoti y una camiseta de hilo, y sus malhumoradas facciones estaban contraídas en un rictus amenazador. Urmila retrocedió y a punto estuvo de clavarse la espada que blandía una serena Ma Durga.
-Cuidado -advirtió el anciano en tono brusco. La observó detenidamente mientras ella se alisaba el húmedo y manchado sari, y añadió-: ¿Qué quieren? Ahora estamos muy ocupados; no tenemos tiempo para charlas.
Urmila se irguió, adoptando inmediatamente su acitud profesional.
-Soy reportera de la revista Calcutta -anunció con voz firme y tajante-. Y me gustaría hacerle una pregunta.
-¿Qué pregunta? -inquirió el anciano, frunciendo aún más el ceño-. ¿Por qué? Yo no sé nada. Nosotros no nos metemos en política.
-No se trata de política. -Urmila le entregó el dibujo de Murugan-. ¿Puede decirme qué clase de figura es ésta?
El hombre entornó los ojos, dirigiendo una mirada penetrante a Murugan.
-Nunca en la vida he visto nada parecido -dijo, devolviendo el dibujo-. Conozco todas las imágenes religiosas que existen y jamás he visto ésta.
Urmila se volvió a Murugan para traducirle, pero él la interrumpió.
-Lo he entendido -musitó-. Pero algo me dice que está dispuesto a negar cualquier cosa.
-Entonces, ¿no sabe nada de esta figura? -preguntó Urmila al hombre del dhoti-. ¿Está seguro?