Resistiendo la tentación de gritar «¡Bu!», Antar se aclaró la garganta con un leve carraspeo.
El director abrió un ojo muy despacio, mirando incrédulo a su alrededor. Cuando entendió lo que pasaba, se tapó los genitales con las manos. Se puso a gritar, emitiendo desde un inaudible jadeo hasta un chillido agudo. Se puso a gatas y empezó a arrastrarse frenéticamente, empapando el suelo de agua y jabón. Antar supuso que buscaba una toalla, pero no veía el resto del baño. Para él, en su cuarto de estar, el director tenía un aspecto agitadamente inmóvil, como si anduviese a gatas por una cinta transportadora.
El director se puso en pie de un salto, cogió una toalla y se la enrolló en la cintura.
-Hijo de puta, so cabrón -tradujo Ava en un árabe jubilosamente popular cuando el director empezó a gritar a Antar-. ¡No puede hacer esto! ¡Le pediré cuentas y se lo haré pagar! Lo meterán en la cárcel, ya verá…
Antar intentó darle explicaciones, pero el director no quería escuchar. De manera que Antar inundó el baño con una señal de alarma hasta que el director se calló y fue a buscar su ropa.
Mientras se vestía, siguió refunfuñando.
-Usted no sabe cómo son aquí las cosas -masculló, poniéndose los pantalones-. Tengo que ocuparme de toda la oficina yo solo.
-¿Hay mucho trabajo? -preguntó Antar, tratando de congraciarse con él.
-¡Mucho trabajo! -exclamó el director con una risa sarcástica-. Ése es el problema; que ya no hay trabajo en absoluto, ahora que el río ya no fluye por la ciudad. Tengo que inventarme trabajo para la oficina. No hago más que hacer propuestas, pero la gente de aquí no quiere que el Consejo toque nada: nunca he visto nada igual. El año pasado sólo nos permitieron empezar un proyecto. ¿Y sabe cuál era?
-¿Cuál? -dijo Antar.
-¡Un asilo! -exclamó el director alzando las manos-. Un asilo para necesitados, así es como lo describimos. Aquí hay una gran fortificación llamada Fort William. La construyeron los británicos en el siglo xviii. El Consejo se la apropió, pero luego no supo qué hacer con ella. En lo único en que se pusieron de acuerdo fue en la idea del refugio. Así que eso es lo que hago ahora, dirigir un asilo.
Había terminado de vestirse y estaba sentado frente a su terminal, mirando los archivos.
-Muy bien, ¿por qué preguntaba usted? -dijo, volviendo la cabeza-. ¿Un carné de identidad en un inventario? Es fácil; sólo hay un sitio de donde puede haber venido. -Dio unos rápidos toques al teclado y lo confirmó-: Sí, eso pensaba. Era un inventario que llegó del Asilo Fort William.
-Siga -dijo Antar.
-Bueno, según parece, lo encontraron en la Sección de Estados Mentales Alternativos… -guiñó el ojo a Antar, por encima del hombro-. Así es como los veteranos llamábamos a los manicomios. Aquí dice que ha entrado en el sistema esta mañana. Lo encontraron cuando registraban a un interno. Cuando ingresan a alguien siempre llevan a cabo un registro en el sujeto desnudo.
Echando una ojeada al listado, dirigió a Antar una sonrisa maliciosa.
-Por lo que veo, diría que el individuo que está buscando se encuentra en un estado mental de lo más alernativo que pueda haber.
-¿Quién es?
-No dio su nombre -dijo el director.
-¿Dónde lo encontraron?
El director volvió a mirar el expediente.
-Aquí dice que se entregó personalmente en una estación llamada Sealdah.
-¿Cuándo puedo hablar con él? -preguntó Antar.
-¿Quiere hablar con él? -gruñó el director-. ¿Se da cuenta de que tendré que traerlo aquí? Ésta es la única instalación de comunicaciones segura del Consejo, y precisamente la tengo en casa. ¿Qué ocurrirá si experimenta un estado mental alternativo mientras está aquí? ¿Y si me destroza la casa? ¿Y si me rompe el terminal?
-Yo me encargaré de que le hagan un seguro -prometió Antar-. Sólo ocúpese de que esté ahí: lo antes posible.
Cortó al director antes de que pudiera protestar.
Luego volvió a la cama con paso vacilante.
37
Al pasar por los puestos callejeros de la avenida Shyama Prasad Mukherjee, Urmila sintió el aroma de buñuelos de pescado y dhakai parotha que emanaba de las puertas del resturante Dilkhusha.
-Me muero si no como enseguida -comentó a Murugan.
No perdió tiempo en hacerle entrar en el restaurante. Tras conducirlo a un reservado con cortinas, se sentó en un banco y le hizo señas para que se sentase enfrente. Casi inmediatamente apareció un camarero con dos arrugadas cartas en la mano. Urmila pidió para los dos y, en cuanto se marchó el camarero, cerró las cortinas.
-Dime, ¿quién es ese Lachman del que no paras de hablar? -preguntó a Murugan, inclinándose sobre la mesa.
-Lutchman, querrás decir -corrigió él-. Así es como lo habría pronunciado Ronnie Ross; así lo escribía, en cualquier caso.
-Pero debía llamarse Lachman -observó Urmila-. Ross probablemente lo escribiría a la inglesa.
-Es lo mismo. Quién sabe cómo le llamaría su madre. Nosotros no estábamos allí. De todas formas, Lutchman era el joven que se presentó ante Ronnie Ross a las ocho de la tarde del 25 de mayo de 1895, ofreciéndose como cobaya. Acabó pasándose los tres años siguientes sirviendo en todo a Ron, desde hacerle las rebanadas de pan para el desayuno a contarle las platinas. Cada vez que Ron se equivocaba de camino, allí estaba Lutchman para cortarle el paso y mostrarle la dirección que debía seguir. Decía que era ordenanza de oficio, un dhooley, pero sospecho que llevaba a Ron por donde quería.
-Pero ¿cómo sabía él por dónde llevar a Ronald Ross?
-Es una larga historia. Te la resumiré: hace unos años encontré una carta escrita en Calcuta por un misionero médico llamado Elijah Farley. Antes de volverse religioso, Farley realizaba investigaciones médicas en los Estados Unidos, en la Johns Hopkins. De estudiante había trabajado con los más famosos investigadores de la malaria.