Recordó un encuentro, una conversación en algún sitio, años atrás. Pero justo cuando empezaba a delinearse, el recuerdo se disolvía.
El nombre: ésa era la clave. ¿Cómo se llamaba?
Empezó a aparecer, unos segundos después, despacio, letra a letra, y entonces Antar se acordó de pronto. Y corriendo, cuando no tenía delante más que cuatro letras, se precipitó al teclado de Ava y lo escribió, justo con una orden de búsqueda.
Se llamaba L. Murugan.
La primera búsqueda no dio resultado, de modo que Antar envió a Ava a toda prisa a los amplios archivos del Consejo, donde se llevaba el registro de todas las antiguas organizaciones mundiales. Pasaron diez minutos hasta que los sistemas de seguridad le dejaron entrar en el área reservada, pero una vez allí fue cuestión de segundos.
Sonrió cuando apareció antes sus ojos el anticuado documento: un carácter diminuto, la letra árabe ‘ain, parpadeó en la parte superior de la pantalla, encima del encabezamiento «L. Murugan». Conocía aquel símbolo: él mismo lo había puesto allí. En la oficina habían hecho un fondo común en el que se aceptaban apuestas para ver quién utilizaba más la función de correción ortográfica. Cada uno había concebido su símbolo particular para señalar su trabajo. Él escogió el ‘ain porque era la primera letra de su nombre, ‘Antar.
Pero el expediente le sorprendió: esperaba algo más extenso, más voluminoso; recordaba haberle incorporado un montón de datos. Lo recorrió rápidamente, yendo derecho al final.
Al llegar a la última línea se recostó en el asiento, frotándose la barbilla. Ahora lo recordaba: lo había escrito él mismo sólo unos años antes.
Sujeto desaparecido desde el 21 de agosto de 1995, decía, se le vio por Ultima vez en Calcuta, India.
5
Al pasar frente a la Catedral de San Pablo en su primer día en Calcuta, el 20 de agosto de 1995, Murugan se vio sorprendido por un aguacero monzónico. Iba camino del Hospital General de la Presidencia, en el Periférico Sur, en busca del monumento a Ronald Ross, el científico británico.
Lo había visto en fotografías y sabía exactamente lo que buscar. Era un arco, construido en la valla que rodeaba el hospital, cerca de donde había estado ubicado el antiguo laboratorio de Ross. Tenía un retrato en bajorrelieve y una inscripción que decía: En un pequeño laboratorio, a setenta metros al sudeste de esta puerta, el comandante Ronald Ross, del Cuerpo Medico de la India, descubrió en 1898 cómo transmiten los mosquitos la malaria.
No le quedaba mucho para llegar cuando le sorprendió el chaparrón. Se volvió al sentir las primeras gotas sobre su gorra de béisbol y vio una opaca muralla de lluvia que avanzaba hacia él por la verde extensión del Maidan. Apretó el paso, maldiciéndose a sí mismo por haberse dejado el paraguas en la pensión. Los vendedores ambulantes de bocadillos frente al Museo de Bellas Artes, presurosos por tapar sus cestas con lonas, se detuvieron para mirarlo cuando se cruzó con ellos a paso ligero, con su traje caqui y la gorra verde de béisbol.
Había metido un paraguas en el equipaje, naturalmente, un Cadillac de los paraguas, que se abría pulsando un botón: sabía lo que era Calcuta en aquella época del año. Pero el paraguas seguía en la maleta, en la pensión de la calle Robinson. Estaba tan ansioso por hacer el peregrinaje al monumento de Ross que se le había olvidado sacarlo.
Ahora la lluvia le pisaba los talones. Vio las puertas abiertas del teatro Rabindra Sadan, a poca distancia, y echó a correr. Un microbús pitó estruendosamente a su paso, levantando chorros de agua de un charco y empapándole los pantalones caqui. Sin dejar de correr, Murugan hizo un gesto con el dedo al conductor, que le observaba asomándose por la puerta del vehículo. Se oyó una gran carcajada y el autobús se alejó, lanzando parasoles grises y verdes por el tubo de escape.
Murugan llegó al Rabindra Sadan justo antes de que le alcanzara la lluvia, y subió a saltos la escalinata. El vestíbulo del auditorio estaba brillantemente iluminado y había carteles en las paredes: oyó los rasguños y murmullos de un micrófono en el interior. Era evidente que se estaba celebrando un gran acontecimiento: la gente se apretujaba ante la puerta de la sala, intentando entrar a empujones. Mientras lo observaba, un equipo de televisión pasó a toda prisa con cables y cámaras. Luego las luces se amortiguaron y se encontró solo en el vestíbulo.
Volviéndose, miró por la ventana a la valla del Hospital G. P., a lo lejos, con la esperanza de atisbar el monumento de Ross. Pero entonces se oyeron los altavoces del auditorio, y una voz fina y áspera se puso a declamar. Reclamó a la fuerza su atención, insistiendo con su gravedad amplificada.
-Todas las ciudades tienen sus secretos -empezó a decir la voz-, pero Calcuta, cuya vocación es el exceso, tiene tantos que es más secreta que ninguna. En otras, por paradójico que resulte, los secretos viven al ser contados: insuflan vida en la monotonía de las esquinas y en el tedio de las callejuelas; en la inmundicia que hay tras los edificios sin ventanas y en los suelos ennegrecidos de talleres llenos de grasa. Pero aquí, en nuestra ciudad, donde toda la ley, natural y humana, se mantiene en caprichosa suspensión, lo oculto no necesita palabras que le den vida; como cualquier criatura que habita en un elemento pernicioso, se transforma para hallar sustento justamente donde está más escondido: en este caso, en el silencio.
Sorprendido, Murugan miró a un lado y a otro del vestíbulo, acristalado en la parte delantera. Continuaba vacío. Entonces vio a dos mujeres que subían corriendo la escalinata. Entraron chorreando en el vestíbulo y se quedaron junto a la puerta, quitándose la lluvia del pelo y sacudiéndose la ropa. Una de ellas, de unos veinticinco años, delgada, de nariz aguileña y rostro delicado, vestía un sari lacio, bastante desaliñado; la otra, mayor y más alta, en los comienzos de una juvenil edad madura, de oscura belleza y discreta elegancia, llevaba un sari de algodón negro. Un amplio mechón blanco le recorría el pelo, que le llegaba al hombro.