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-¿Como cuáles?

-Bueno, pues de otra fuente sabemos que Lutchman tenía cierto impedimento en los dedos; es decir, le faltaba el pulgar de la mano izquierda. Lo cual, según parece, no afectaba a su destreza manual. Probablemente era de nacimiento, porque aprovechaba el dedo índice para suplir las funciones del pulgar…

Algo se removió en la memoria de Urmila, un recuerdo lejano.

-¿Qué ocurre? -preguntó Murugan-. ¿Por qué arrugas el ceño?

-Me ha parecido recordar algo, pero no lo sitúo -contestó Urmila, mordiéndose el labio-. No importa, sigue. ¿Dice Farley algo sobre la mano del ayudante?

-Nada concreto. Pero en una frase dice: «era sorprendentemente hábil, dadas las circunstancias». O algo parecido. Yo creo que las «circunstancias» a que se refiere tienen algo que ver con la mano de ese individuo.

-¿Eso es todo? -dijo Urmila, decepcionada.

-Sólo otra cosa. Al final de la carta, Farley dice que el ayudante utiliza un nombre supuesto.

-Entonces, ¿cómo se llamaba de verdad?

-Ojalá lo supiera. Pero no lo sé. Farley no lo mencionaba en su carta. Se marchó de Calcuta el mismo día que la echó al correo. Lo vieron subir a un tren en la estación de Sealdah junto con un joven que respondía a la descripción del ayudante, que le llevaba el equipaje. También los vieron más tarde, bajándose del tren en una pequeña estación desierta. No se volvió a ver a Farley. Unos meses después, en mayo de 1895, «Lutchman» se presentó en el laboratorio de Ronald Ross en Secunderabad.

-Tal vez sea una simple coincidencia -apuntó Urmila.

-Puede ser -concedió Murugan-. Pero habría que explicar otra coincidencia.

-¿Cuál?

-Sencillamente que, por una fuente distinta, he comprobado que el nombre de Lutchman tampoco era un nombre auténtico.

-¿Y cómo se llamaba?

-Laakhan.

Urmila se llevó súbitamente las manos a la boca.

-Dime, rápido: ¿cómo se llamaba la estación donde vieron por última vez a Farley y al ayudante?

-Renupur.

Urmila miraba a Murugan sin decir palabra.

Murugan le cogió la mano, apretándosela.

-Eh, despierta -le dijo-. ¿Qué te ocurre?

-Me parece que puedo llenar una laguna de la historia -anunció ella.

-¿Cómo?

-Anoche acompañé a su casa a Sonali-di y me contó algo: un episodio que le había relatado su madre sobre un incidente que le acaeció a Phulboni hace muchos años.

38

En 1933, poco después de que le hubieran dado su primer y único trabajo, Phulboni recibió el encargo de viajar a la remota ciudad de provincias de Renupur.

Phulboni trabajaba en una empresa británica muy conocida, Palmer Brothers, que fabricaba jabones y aceites y otros artículos domésticos. La empresa era famosa por su extensa red de distribución, que llegaba hasta las aldeas y ciudades más pequeñas. Cada nuevo empleado de la empresa debía pasar unos años viajando por una región, visitando las tiendas de los pueblos, conociendo a los comerciantes del lugar, sentándose en los puestos de té, visitando ferias y festejos.

Nuevo en el trabajo, Phulboni no había oído hablar de Renupur. Tras hacer algunas consultas, se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que, pese a ser pequeño, el pueblo se ufanaba de tener una estación de ferrocarril. Cada dos días pasaba por allí un tren que unía Calcuta con el mercado algodonero de Barich.

En línea recta, Renupur sólo estaba a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de Calcuta, pero el viaje era lento y bastante tedioso, pues serpenteaba entre Darbhanga y una amplia franja de la gran llanura de Maithil. Pero, lejos de amilanarse ante la idea de pasarse dos días en el tren, Phulboni estaba ilusionado: le encantaba todo lo relacionado con el ferrocarril, estaciones, locomotoras, guías de horarios, el acre olor a creosota de los coches cama. No había nada que le gustara más que soñar despierto junto a una ventanilla abierta con el viento en la cara. En aquella ocasión estaba especialmente entusiasmado porque le habían dicho que en los bosques cercanos a Renupur había buena caza. Dado su carácter, se había gastado la primera mensualidad en un rifle nuevo de calibre 303. Ahora esperaba con ansiedad la ocasión de utilizarlo.

Era mediados de julio. La época de los monzones había comenzado y la lluvia inundaba toda la parte oriental de la India. Varios ríos de la región, célebres por su turbulencia, se habían salido de su cauce desbordándose por las anchas y lisas llanuras. Aquellas aguas, tan cargadas de amenazas para el sustento de muchos, presentaban un aspecto completamente distinto para el espectador que pasaba en tren, mirando desde la seguridad de un elevado terraplén. Las aguas quietas, remansadas en grandes lienzos plateados bajo el oscuro cielo monzónico, ofrecían un espectáculo fascinante y encantador. Phulboni, criado entre las montañas y las selvas de Orissa, nunca había visto nada parecido: aquella interminable y majestuosa llanura reflejada en los cielos turbulentos.

Antes de arrancar de Dharbanga, Phulboni pidió al revisor que le avisara antes de llegar a Renupur. El viaje duró ocho horas, pero al joven escritor le parecieron unos minutos. Mucho antes de haber saciado su apetito de paisaje, apareció el revisor para avisarle de que casi habían llegado a Renupur.

Phulboni se asombró: mirando por la ventanilla, lo único que veía eran campos inundados, las mansas aguas interrumpidas tan sólo por la cuidadosa geometría de terraplenes y diques.

A lo lejos, una ocasional voluta de humo de leña que ascendía en espiral de un bosquecillo sugería un pueblo o una aldea, pero él no veía señal de que hubiese una aglomeración urbana suficiente para merecer una estación de ferrocarril.

Al manifestar su sorpresa al revisor, Phulboni se enteró, alarmado, de que la ciudad (pueblo, más bien) de Renupur estaba a casi cinco kilómetros de la estación que llevaba su nombre. Renupur no era en modo alguno lo bastante grande o importante para merecer un ramal en la línea férrea que unía Dharbanga con Barich. Los habitantes de Renupur que deseaban coger el tren tenían, en cambio, que hacer el viaje hasta la estación en carro de bueyes. De hecho, la estación de Renupur debía su existencia más a las demandas de la industria mecánica que a las necesidades de la población local. El reglamento de ferrocarriles estipulaba que las líneas de vía única como aquélla debían tener apartaderos a intervalos regulares, de modo que los trenes que circulaban pudieran cruzarse sin contratiempos. Así era como Renupur llegó a ufanarse de tener estación: en realidad era poco más que un cartel en un andén añadido a una vía muerta.