No se trataba más que de burocracia y reglamentos, naturalmente, le dijo el revisor. En aquella línea no existía verdadera necesidad de un apartadero. El suyo era el único tren que utilizaba aquel tramo de la vía. Iba traqueteando, parándose siempre que se presentaba el menor pretexto, hasta que llegaba al final de la línea. Y luego simplemente daba la vuelta y regresaba. Jamás se cruzaba con otros trenes hasta llegar a Darbhanga.
El revisor era un individuo de aspecto extraño. Tenía unas facciones curiosamente contraídas: su mandíbula inferior estaba tan mal emparejada con la superior, que mantenía la boca continuamente abierta en una mueca maliciosa y retorcida. Ahora se echó a reír, con su tono seco y áspero. Asomándose por la ventanilla señaló un tramo de vía que corría paralelamente a la línea principal a lo largo de doscientos metros antes de reunirse con ella. Las vías estaban tan oxidadas y llenas de hierba que apenas eran visibles.
-Y ahí tiene el apartadero de Renupur -dijo, acercando la cara a Phulboni y soltándole una rociada de saliva, roja de betel-. Como puede ver, no se utiliza. Dicen que sólo se usó una vez, y de eso hace muchos, muchos años.
Phulboni no le prestó atención: estaba demasiado ocupado limpiándose las manchas de betel de la cara.
El tren se detuvo con un gemido y el revisor abrió una puerta y bajó cargando con el estuche del rifle y la bolsa de Phulboni. Antes de que Phulboni pudiera darle una propina, ya estaba de nuevo en el tren, agitando un banderín verde.
-Espere un momento -gritó Phulboni, desconcertado.
Con un pitido, el tren se fue alejando despacio. Phulboni miró a su alrededor y, para su sorpresa, vio que era la única persona que había bajado en Renupur. Lanzó una última y larga mirada al tren y en una ventanilla vio al revisor, que le observaba con la torcida boca obsesivamente abierta. El tren pitó de nuevo y el rostro extrañamente contraído se perdió en una nube de humo.
Phulboni se encogió de hombros y se agachó a coger el equipaje. Se sintió impaciente por ponerse en camino al pueblo y, de forma instintiva, alzó la mano para llamar a un mozo. Hasta entonces no había notado que no había ninguno a la vista.
La estación era la más pequeña que Phulboni había visto en su vida, aún más que las que a veces se vislumbraban de pronto al pasar medio dormido en un tren a toda velocidad, y que desaparecían de nuevo con la misma rapidez. Porque hasta las estaciones más pequeñas tenían su plataforma, y muchas veces algunos bancos de madera también. Pero el andén de Renupur era un trozo de tierra batida, con la superficie cubierta de hierbajos y unos cuantos adoquines rajados. Dos chirriantes carteles colgaban junto a la vía, separados por unos cien metros, cada uno con la leyenda apenas visible de «Renupur». Entre ellos, sirviendo a la vez de garita de señales y de oficina del jefe de estación, había una destartalada construcción de ladrillo y tejado de hojalata, pintada con el habitual color rojo del ferrocarril. En ninguna parte se veían casas ni cabañas, ni habitantes del pueblo, ni ferroviarios, ni mirones, ni vendedores de comida, ni mendigos, ni viajeros dormidos, ni siquiera el inevitable perro ladrador.
Al mirar en torno, Phulboni se dio cuenta de que no había nadie en la estación, absolutamente nadie. El espectáculo era tan sorprendente que provocaba, literalmente, incredulidad. Las estaciones, según la experiencia del joven escritor, solían estar o llenas o semillenas de gente apiñada. Estaban semillenas cuando uno podía pasar sin impedimento entre la multitud, sin tener que abrirse camino a empujones. En las raras ocasiones en que ocurría eso, uno exclamaba: «¡Pero bueno, si hoy está vacía la estación!», utilizando el término en sentido metafórico, descontando a mozos, vendedores, pasajeros adormilados, parientes a la espera y otras personas que, sin llegar a impedir el paso, estaban presentes de manera innegable. Eso era, según la experiencia del joven escritor, lo que la palabra vacía significaba aplicada a una estación. Pero ¿aquello? Phulboni, pese a sus dotes, era incapaz de pensar en una palabra que describiese una estación literalmente deshabitada y desierta.
Al joven se le cayó el alma a los pies al contemplar aquel lugar desolado. No tenía idea de adónde ir ni cómo. No se veía ni carretera ni camino. La estación, anclada en lo alto del terraplén del ferrocarril, era una islita en el espejeante mar de la crecida.
Le habían hecho creer que habría alguien esperándole en la estación: un tendero o el dueño de algún puesto que comerciara con los productos de Palmer. Pero allí estaba, en Renupur, y por lo que veía, era el único ocupante de la estación. Cogiendo la bolsa, se puso el rifle al hombro y se encaminó hacia la garita de señales para ver si encontraba al jefe de estación. Nada más dar los primeros pasos oyó una voz a su espalda, que gritaba:
-Sahib, sahib.
Dándose la vuelta, vio a un hombre menudo y patizambo que subía gateando por el terraplén. Llevaba un dhoti lleno de manchas y una chaqueta de ferroviario, y traía un jarro de latón cogido por los bordes.
Phulboni sintió tanto alivio al ver a un ser humano que de buena gana lo hubiera abrazado. Pero, consciente de su posición como representante de Palmer Brothers, enderezó la espalda e irguió el mentón.
El hombre alcanzó a Phulboni y le cogió la bolsa.
-Arrey, sahib -se presentó, jadeante-. ¿Qué voy a hacer? Cada vez que vienen las lluvias me pasa lo mismo: al campo y otra vez aquí, no paro. Si como algo, aunque sólo sea un plátano, me entra y me vuelve a salir disparado como una bala de cañón. Es una enfermedad. La que tengo en casa siempre me dice: «Arrey Budhhu Dubey, si fueras una vaca en vez de jefe de estación, al menos podría encender la estufa y hacerte la comida con tu estiércol.» Y yo le digo: «Mujer, piensa un poco antes de hablar. Sólo pregúntate una cosa: si yo fuese una vaca en vez de jefe de estación, ¿qué necesidad tendrías de hacerme la comida?»