-¿Y las serpientes? -preguntó el jefe de estación.
-No me dan miedo las serpientes -contestó Phulboni, sonriendo-. Donde me crié, la gente utilizaba las serpientes de almohada.
El jefe de estación lanzó un desesperado vistazo a la garita, al mugriento y desvencijado escritorio y a las densas telarañas que colgaban del techo como panales negros.
-¿Y qué comerá, sahib?
-Como su casa está tan cerca -dijo Phulboni en tono ecuánime-, espero que no le cause demasiada molestia traerme algo de su cocina.
El jefe de estación emitió un suspiro.
-Está bien, sahib -concedió de mala gana-. Haga lo que quiera. Pero sólo le digo una cosa: después no eche la culpa a Budhhu Dubey.
-No se preocupe -repuso Phulboni. Se ufanaba de conocer a la gente de pueblo, y sabía que los campesinos solían tener ideas fijas sobre algunas cosas. Con una sonrisa, añadió-: Si me atacan las serpientes o los dacoit, la culpa será mía.
El jefe de estación se marchó y Phulboni se dedicó a deshacer el equipaje para instalarse. Abrió a la fuerza la ventana y el postigo y dejó la puerta abierta. Pronto, tras limpiar el polvo y arreglarla un poco, la caseta empezó a resultar mucho más acogedora.
Animado, Phulboni decidió sacudir y limpiar el camastro también. Quitó la bolsa de la cama, sacó fuera la vieja y raída estera y le dio una vigorosa sacudida. Salió una nube de polvo y, cuando se disipó, Phulboni observó una marca de extraña forma: una mancha desvaída, herrumbrosa y rojiza. Dejó la estera en el suelo y la observó mejor.
Era la huella de dos manos, puestas una junto a la otra. Pero tenían algo inquietante, algo que no llegaba a encajar. Phulboni tuvo que mover la cabeza de un lado a otro hasta descubrir lo que era: la huella de la mano izquierda sólo tenía cuatro dedos. Le faltaba el pulgar.
Había algo un tanto espectral y amenazador en el extraño contorno impreso en el amarillento esparto. Enrolló la estera y la puso en un sitio apartado, fuera de la vista. Volvió a entrar, cogió la bolsa, la puso sobre las cuerdas del camastro y se hizo una cómoda cama. Luego se puso la ropa de dormir y colocó los utensilios de afeitarse en un estante limpio del nicho, junto al farol de señales, ya dispuestos para la mañana siguiente. Volviéndose, echó un vistazo a la habitación: todo estaba ya en orden, pero algo le seguía produciendo mal sabor de boca. Decidió salir a dar un paseo.
Ya estaba cayendo la tarde. Las nubes se habían abierto y el sol brillaba en el cielo limpio de lluvia, arrancando un irisado resplandor a todo lo que se veía. Phulboni caminó por la vía férrea, saltando de traviesa en traviesa, contemplando los raíles paralelos que se perdían en el horizonte, a través de los resplandecientes campos inundados que bordeaban el alto terraplén.
Al llegar al punto donde el tendido se bifurcaba, se volvió a mirar al apartadero cubierto de hierbas. Observó fugazmente que las agujas que unían la vía principal con la vía muerta estaban rígidas y oxidadas por falta de uso. Luego vio que una familia de airones utilizaba las vías cubiertas de hierba como percha para salir de caza. Cautivado, se acercó sigilosamente hacia los pájaros y se sentó en un raíl, a una distancia prudente. Entre los tendidos paralelos se elevaba un montículo, posiblemente una antigua plataforma. El escritor apoyó la espalda en la elevación y pasó casi una hora contemplando los airones, viendo cómo picoteaban entre las ranas que se asomaban a la superficie de los campos inundados de abajo.
Al fin, rebosante de una sensación de paz y bienestar, se levantó y se estiró. Ahora se alegraba doblemente de haberse quedado en la garita de señales en vez de ir a casa del jefe de estación: estaba en uno de esos sitios donde la soledad era una recompensa en sí misma.
Echó a andar, haciendo equilibrio sobre un raíl. Ya se acercaba el crepúsculo, y las nubes lisas y vaporosas se veteaban de festones de color rojo y púrpura. Cuando llegó a las agujas que unían en una sola vía la línea principal y la secundaria, Phulboni decidió volver. Se detuvo a echar una última mirada al espectacular panorama de los campos inundados que destellaban bajo el crepúsculo. Inadvertidamente, sus ojos pasaron por el mango rojo de la palanca de maniobras. Observó, sorprendido, que el mecanismo parecía en buen estado de mantenimiento. No había rastro de óxido en la palanca, ni hierba entre los cables que la conectaban a los carriles de cambio, aunque iban a ras de tierra. Por el contrario, los profundos surcos hechos en el suelo sugerían un mantenimiento periódico y un uso continuado.
Phulboni sentía un instintivo interés por todo lo mecánico. Le gustaba el tacto del metal frío, disfrutaba ante la vista de un objeto de hierro o acero bien fabricado. Cruzó la vía para observar de cerca la brillante palanca metálica: el hecho de ver un dispositivo bien cuidado en aquel entorno tan inverosímil le producía un oscuro sentimiento de satisfacción.
Al agacharse con el brazo extendido, oyó un grito. Incorporándose, vio al jefe de estación, que subía a gatas por el terraplén. Agitaba frenéticamente los brazos, haciéndole señas de que se apartase de la palanca de maniobras. Llevaba un hatillo en una mano y una jarra de arcilla en la otra. Phulboni se percató de pronto de que tenía una hambre voraz. Le saludó con la mano y volvió apresuradamente por la vía.
El jefe de estación lo esperaba a unos cien metros más atrás. Tenía la frente contraída en un ceño de cólera.
-Oiga -dijo al escritor-. Será usted un gran sahib y todo eso, pero si sabe lo que le conviene no toque nada de lo que hay por aquí. -Y, como se le acabara de ocurrir, añadió-: Eso es propiedad del gobierno; pertenece al ferrocarril.
Phulboni había pensado felicitar al jefe de estación por el buen mantenimiento de los mecanismos de cambio. Le escuchaba ahora amedrentado, incapaz de pensar en una respuesta adecuada.
El jefe de estación le puso en las manos el hatillo y la jarra de barro y, en tono brusco, le dijo:
-Cuando termine, póngalo en un rincón. Lo recogeré por la mañana.
Arrastrando los pies, se dirigió rápidamente al terraplén y empezó a bajarlo a gatas, hacia el campo anegado.