Phulboni no lo pensó ni un momento. Se calzó los zapatos, se envolvió en una gruesa toalla y salió corriendo. Por un instante acarició la idea de llevarse el rifle. Pero luego, pensando que la lluvia y el barro podían estropearlo, lo dejó. Encogiendo los hombros, llegó a la vía, guiñando los ojos frente al embate del viento. Sólo cuando estaba a medio camino del apartadero se le ocurrió pensar en cómo había podido entrar el jefe de estación en la garita de señales si la puerta estaba atrancada por dentro.
Phulboni avanzaba a tropezones, alargando el paso para acomodarlo al espacio entre las traviesas. La madera estaba resbaladiza a causa de la lluvia, y tenía que esforzarse por mantener el equilibrio. Le resultaba difícil no perder de vista la luz roja, pero tenía la impresión de que la iba alcanzando. A cada destello que vislumbraba, el farol parecía estar más cerca.
Entonces, entre dos furiosas ráfagas de lluvia, vio que la luz cambiaba de dirección desviándose a la derecha. Ya no estaba seguro de dónde se encontraba, pero calculó que el jefe de estación había llegado al punto donde las vías se bifurcaban hacía el apartadero. Estaba perplejo: cualquiera que fuese la emergencia, era difícil imaginar por qué el jefe de estación había hecho todo aquel camino bajo la tormenta para ir a la vía muerta.
Perdió entonces de vista al farol y aflojó un poco el paso. Oscuro como estaba, fijó los ojos en la vía, tratando de no pasarse del desvío cuando llegara al apartadero. Pero al final lo encontró sólo porque tropezó con las agujas del cambiavía. Empezó a tantear el camino con los pies, a su derecha, siguiendo la curva de la vía muerta.
Al cabo de unos pasos se detuvo y miró al frente, haciéndose pantalla con las manos. Entre un remolino de espesa lluvia, divisó la oscilante luz roja. Ahora estaba mucho más cerca, y casi parecía parada.
Dio unos pasos más y tuvo la seguridad de que el farol había dejado de avanzar. Estaba en el suelo, junto a la vía, probablemente muy cerca del sitio donde se había sentado por la tarde a ver cómo pescaban los airones en el charco. Estaba convencido de que el jefe de estación le había visto y esperaba que le alcanzase. Ahuecando las manos en torno a la boca, volvió a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Masterji, masterji!
La luz osciló como para animarle y Phulboni echó a correr lo más rápido que pudo, ansioso por alcanzarla. Entonces, cuando la luz no estaba a más de siete metros de distancia, de pronto tropezó. Cayó de bruces, pero se las arregló para poner las manos a tiempo y no aplastarse la frente contra el frío acero.
Aliviado, hizo una pausa para tomar aliento, aferrando los raíles con las manos y sosteniéndose con los brazos en tensión. Y entonces, justo cuando empezaba a respirar normalmente, sintió que los carriles vibraban. Puso ambas manos sobre un raíl. No cabía duda: la vía temblaba, estremecida bajo un tren que se acercaba.
Phulboni se quedó pasmado: las posibilidades de que hubiera un tren en las proximidades rondaban el cero absoluto. El que él había tomado no volvería de Barich hasta la madrugada, y en aquella línea no circulaban otros trenes. Y aunque los hubiera, ¿por qué iban a desviarlos a aquella vía muerta? ¿Y quién cambiaría las vías? Había seguido al jefe de estación durante los últimos minutos, y sabía que no podía estar cerca de las agujas.
Y, sin embargo, la prueba de sus sentidos era innegable: los raíles vibraban bajo sus manos, y la vibración se iba haciendo cada vez más fuerte. Aplicó la oreja a la vía y escuchó con atención. Oyó el inconfundible estruendo de un tren que se aproximaba. Se precipitaba retumbando hacia él, estaba muy cerca. En el último momento se lanzó a un lado y cayó rodando por el terraplén hacia el charco.
Seguía cuesta abajo cuando las luces del tren destellaron por los campos inundados. Agarrándose frenéticamente a un matorral, logró detener la caída, con la cabeza a unos centímetros del agua. En aquel preciso momento oyó un grito, un aullido feroz, inhumano, que desgarró la tormentosa noche. Lanzó al viento una sola palabra -«Laakhan»-, inmediatamente sofocada por el estruendo del tren que pasaba a toda velocidad.
Phulboni estaba pegado al terraplén, cabeza abajo, delante del charco. Desde aquella posición no distinguía el apartadero, pero vio con toda claridad las luces, reflejadas en el agua, sintió el peso del tren sacudiendo el terraplén, oyó el angustiado jadeo de la locomotora y olió el carbón de la caldera. Pero durante todo aquel tiempo sólo pensó que había escapado a la muerte por los pelos.
Se quedó allí unos minutos, temblando de miedo y alivio. Seguía estando oscuro como boca de lobo, pero la tormenta había amainado un poco. Cuando las manos dejaron de temblarle, se puso laboriosamente en pie y empezó a subir a gatas por el terraplén.
Una vez sintió que el terreno se nivelaba bajo sus pies, gritó, por si aún podía oírle el que había chillado antes:
-¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta, así que se puso de rodillas y empezó a tantear el terreno para ver si encontraba la vía. Era consciente de que no encontraría el camino hacia la garita de señales si no era guiándose por el tendido. Al cabo de unos minutos, tocó algo liso y frío. Exhalando un suspiro de alivio, se agarró al raíl con ambas manos.
Como estaba desorientado, tardó unos minutos en darse cuenta de que la vía, que tan vividamente se había animado bajo sus manos hacía unos momentos, estaba ahora absolutamente quieta, inmóvil. Sabía que la línea férrea transmitía durante kilómetros el rumor de los trenes, en ambas direcciones. Hacía muy poco que el tren había pasado por el apartadero: no podía estar a más de dos kilómetros de distancia. Aplicó el oído a la vía y escuchó con atención. El único sonido que oyó fue el repiqueteo de la lluvia sobre el metal. Entonces, una de sus manos tocó unos hierbajos que crecían entre las vías. Empezó a pasar frenéticamente las manos a uno y otro lado de los raíles. Descubrió que la vegetación que tapaba las vías y que había visto por la tarde no mostraba señales del paso de un tren.
Phulboni se asustó entonces; más de lo que nunca lo había estado. El miedo que sentía era tal que le paralizaba el cerebro, le obnubilaba la vista. De pie sobre el raíl, mirando aturdido a su alrededor, volvió a ver la luz roja. Estaba a unos cien metros y se acercaba despacio en su dirección.