Phulboni la saludó con un gran grito de alivio:
-Masterji, masterji, estoy aquí…
El grito quedó sin contestación, pero el farol empezó a moverse algo más deprisa. Mientras observaba la luz, se le aclaró un poco la mente; fijó la vista en el farol, tratando de atisbar la cara del que lo llevaba. No vio nada; el rostro siguió envuelto en la oscuridad.
Phulboni se dio la vuelta y echó a correr. Corrió más deprisa que nunca, jadeando, luchando por mantener el equilibrio sobre las resbaladizas traviesas. Volvió la cabeza una vez y vio que el farol corría tras él, acortando distancias. Apretó aún más el paso, impulsándose hacia adelante, gimiendo de miedo.
Entonces vio que la garita de señales cobraba forma frente a él, recortándose en la oscuridad. Se volvió a lanzar una última mirada. El farol ya sólo estaba a unos pasos; con una mano claramente visible sobre el asa de acero.
Con un definitivo y desesperado esfuerzo, Phulboni se precipitó hacia la garita y cruzó la puerta tambaleándose. El rifle seguía donde lo había dejado, junto a la cama. Lo cogió bruscamente y, volviéndose, apuntó el cañón hacia la puerta.
Estaba manipulando el seguro cuando el farol apareció en el umbral. Entró y empezó a aproximarse a él; apareció una mano, bañada en la rojiza luz. El rostro permanecía en la oscuridad, pero de pronto aquella voz inhumana resonó de nuevo por la garita. Sólo dijo aquella misma palabra: «Laakhan.»
Y entonces Phulboni disparó, a quemarropa, contra la ventanilla del farol. El estallido llenó la habitación como un cartucho de dinamita que explotara en un sótano: el retroceso del cañón golpeó al escritor en la barbilla lanzándolo violentamente contra la cama.
39
De buenas a primeras, Phulboni se encontró con que había amanecido y que estaba mirando a la cara sonriente del jefe de estación. Pero no se encontraba en la garita: era de día y estaba fuera, tumbado en algo blando.
-Le dije a la que tengo en casa -dijo el jefe de estación-, le dije: «Ya verás como no hay que preocuparse, estará perfectamente.»
Phulboni cerró los ojos. Sintió tal alivio al ver que estaba sano y salvo, que se le aflojó todo el cuerpo.
-Me ha costado tanto trabajo sacarle de ahí, sahib -le contó el jefe de estación-. Ni que ese enorme cuerpo suyo estuviera hecho de bronce. Tuve que tirar y tirar y tirar: yo solo, además. Pero me he dicho: «Budhhu Dubey, pase lo que pase tienes que sacarlo de este horrible sitio; aunque te rompas la espalda. Mientras siga ahí dentro, no hay esperanza para él. Tienes que sacarlo.»
-¿Qué ha pasado? -preguntó Phulboni-. ¿Dónde estaba cuando me ha encontrado usted?
-He venido lo antes posible -contestó el jefe de estación-. La que tengo en casa me ha despertado cuando aún estaba oscuro y me ha dicho: «Ve a ver si ese pobre hombre se encuentra bien.» Y he venido a toda prisa. Lo he encontrado tumbado en el suelo con el rifle sobre el cuerpo. Al principio creí que estaba muerto, pero luego he visto que respiraba; así que lo he sacado.
-¿Y el farol? -inquirió Phulboni-. Le disparé. ¿Ha visto cristales en la garita?
El jefe de estación frunció el ceño.
-¿Qué farol?
-El farol de señales. El que estaba ayer en la habitación.
-Seguía en su sitio. Limpio y bien pulido: nadie lo toca nunca. Siempre está así, en el mismo sitio: siempre limpio, sin una mota de polvo.
El jefe de estación abanicó vigorosamente a Phulboni con una hoja de plátano.
-Esta estación es un sitio horrible -afirmó-. No hay nadie de ningún pueblo de la zona que se acerque a un kilómetro de aquí después de oscurecer. No se les podría hacer venir ni por todo el oro acumulado en el cielo. Intenté avisarle, pero no me escuchó.
-Ahora sí le escucharé -dijo Phulboni-. Quiero saber lo que ha pasado.
El jefe de estación suspiró.
-No sé qué decirle, a un gran sahib como usted. Sólo puedo decirle lo que la gente cuenta por esta parte: gente de pueblo como yo…
Phulboni, que escuchaba con los ojos cerrados, se pasó la mano por la frente.
-¿Qué es lo que cuenta la gente? -dijo-. Quiero saberlo.
Y entonces, por suerte o por desgracia, movió hacia atrás una mano y rozó la vía, un trozo de acero frío y vibrante. Abrió los ojos y se encontró ante una visión ininterrumpida de hojas y árboles, recortados contra el rosáceo cielo del amanecer. No había rastro del jefe de estación ni de nadie más. Miró a su alrededor y descubrió que estaba tendido entre las vías del apartadero, en un colchón. Titubeando, alargó el brazo y tocó el raíl.
Y una vez más Phulboni se apartó rápidamente de la vía. Pero en esta ocasión logró evitar la caída, de modo que se encontraba sólo a unos centímetros cuando el tren pasó con gran estruendo por el apartadero sobre el colchón en el que él estaba tumbado un momento antes, haciéndolo trizas. Esta vez el tren era reaclass="underline" vio los horrorizados rostros de fogoneros y maquinistas cuando pasaba la máquina a toda velocidad; oyó el chirrido de los frenos y el agudo pitido del silbato.
Se puso trabajosamente en pie y echó a correr. Alcanzó al tren un kilómetro y medio más adelante, donde finalmente se había detenido.
Fogoneros y maquinistas examinaban las agujas y cambiavías, tratando de averiguar por qué se había desviado el tren a la vía muerta. Incomprensible, sentenció el jefe de maquinistas, un angloindio de pelo entrecano; ese apartadero no se había utilizado desde hacía decenios, el mecanismo se había desmantelado años atrás. Casi habían descarrilado, era un milagro, con todos aquellos escombros y hierbajos sobre las vías oxidadas.
Y entonces Phulboni sugirió al jefe de maquinistas:
-A lo mejor el jefe de estación cambió de agujas por equivocación.
El jefe de maquinistas era un viejo veterano. Miró a Phulboni con una extraña sonrisa y dijo: