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Mientras cruzaban el vestíbulo, Murugan observó que ambas llevaban identificaciones de prensa prendidas en el sari, a la altura del hombro. Cuando estaba a unos pasos de ellas reconoció un logotipo familiar: ambas tarjetas llevaban el nombre de la revista Calcutta.

Murugan sintió una punzada al ver de nuevo la cabecera gótica de la revista: sus padres habían sido fieles suscriptores de Calcutta. La visión de aquel título familiar, reproducido en miniatura, creó una inmediata sensación de contacto con las dos mujeres.

Estirando el cuello vio que la más joven se llamaba Urmila Roy; la alta y elegante, Sonali Das.

Murugan dio un paso al frente y se aclaró la garganta.

6

Urmila estaba a punto de hacer una pregunta a Sonali cuando alguien la interrumpió. Se volvió rápidamente, molesta, y frente a ella vio a un hombre extraño, de corta estatura, que carraspeaba. Se le desorbitaron los ojos al fijarse en la gorra verde, la perilla y los pantalones caqui llenos de barro. El hombre dijo algo entonces, muy deprisa. Urmila tardó un momento en comprender que hablaba en inglés: el acento no se parecía a ninguno que hubiera oído hasta entonces.

Con el ceño fruncido lanzó una mirada inquisitiva a Sonali, su compañera, pero no atrajo su atención. Sonali no parecía desconcertada en lo más mínimo por aquel hombre. En realidad, le sonreía.

-Lo siento -dijo-. No le he entendido.

El desconocido señaló con el pulgar por encima del hombro en dirección a la sala.

-¿Qué demonios ocurre ahí dentro? -repitió, esta vez más despacio.

Urmila contestó antes que Sonali, con la esperanza de que se marchara.

-Es una ceremonia de entrega de premios -explicó-. A Phulboni, el escritor; para celebrar su ochenta y cinco cumpleaños.

En vez de irse, el desconocido empezó a presentarse, murmurando un nombre que sonaba como Morgan. Sonali le dedicó una sonrisa que fácilmente podía confundirse con una señal de estímulo. Si se quedaba, no se lo podría reprochar.

-¿Phulboni? -repitió Murugan, rascándose la perilla-. ¿El escritor?

-Sí -confirmó Sonali con voz queda-. Nuestro escritor vivo más importante.

-Sonali-di -dijo Urmila, dando un codazo a su compañera-, quiero preguntarte una cosa…

El desconocido, como si no la hubiese oído, prosiguió sin tomar aliento:

-Sí, me parece que he oído hablar de él.

Sonali rebuscó en el bolso, sacó un cigarrillo y empezó a manipular un mechero. Urmila se escandalizó un poco: sabía que Sonali fumaba, desde luego, la había visto encender un pitillo en su despacho. Pero ¿allí, en público?

-¡Sonali-di! -exclamó en voz baja-. Aquí está todo Calcuta, ¿qué pasa si alguien te ve…?

-No importa, Urmila -repuso con fastidio Sonali, haciendo un gesto hacia el vestíbulo vacío-. No mira nadie.

Encendió el cigarrillo y lanzó el humo hacia lo alto, echando la cabeza atrás.

-Ya recuerdo -dijo de pronto Murugan-. «Phulboni» es un seudónimo, ¿verdad?

-Eso es -dijo Sonali, afirmando con la cabeza-. Su verdadero nombre es Saiyad Murad Husain. Empezó a escribir con seudónimo porque su padre lo amenazó con desheredarle si se hacía escritor.

-Eso es sólo una leyenda -terció Urmila.

-Phulboni sería el primero en decirte -repuso Sonali, riendo- que siempre hay algo de verdad en las leyendas.

De pronto se elevó la voz del escritor, retumbando por los altavoces.

-Equivocados están quienes imaginan que el silencio carece de vida; que es inanimado, que carece de espíritu y de voz. Y no es así: en realidad la Palabra es al silencio lo que la sombra al presagio, lo que el velo a los ojos, lo que la mente a la verdad, lo que el lenguaje a la vida.

-¡Escuche, escuche! -exclamó Sonali, soltando una nube de humo y ladeando la cabeza para oír mejor-. Hoy está verdaderamente enardecido. Últimamente suele ponerse así, sobre todo cuando habla en inglés. Tendría que haberle oído el otro día, en la Alliance Française.

Urmila observó, consternada, que Sonali sonreía de nuevo a Murugan, casi como incitándole. Se disgustó. Sonali siempre hacía cosas así, entablar conversación en los ascensores y pasarse de piso y esas cosas. Por regla general a Urmila no le importaba: le resultaba simpático que a una persona tan famosa como Sonali Das le gustara tanto hablar con desconocidos. Pero aquel día Urmila tenía prisa: debía hacer un reportaje y necesitaba hablar con Sonali.

Por la mañana había ido a ver a Sonali a su despacho del quinto piso para proponerle que fueran juntas a la ceremonia, con la esperanza de charlar con ella en el taxi. Pero inevitablemente acabaron con uno de esos taxistas que parecían incapaces de atravesar Chowringhee de un extremo a otro. Sonali y ella se habían pasado los veinte minutos que duró el trayecto desde Dharmatola, donde se hallaba la sede de la revista, hasta el Rabindra Sadan inclinadas sobre el asiento delantero y dando instrucciones detalladas a cada momento: «Tuerza a la derecha por aquí…, cuidado…, tiene un autobús delante…, allí hay un perro…, enfrente hay una zanja.»

Y ahora, justo cuando estaban a solas, se presentaba aquel hombre de extraño aspecto con la gorra y la perilla.

Urmila pensó en interrumpir con mayor brusquedad, pero luego desistió. Aún no se comportaba con soltura ante Sonali: en realidad no había sido nada fácil ir a su despacho sin cita previa.

Urmila llevaba tres años trabajando en Calcutta, desde que estudiaba en la universidad. Se sentía orgullosa de dedicarse a las noticias importantes, de ser la única mujer de la sección de informativos. Ya no tenía reparo alguno en presentarse intempestivamente en la oficina del centro de prensa del ministro del Interior, ni en hacer preguntas comprometidas en las conferencias de prensa del primer ministro. Pero con Sonali Das se volvía insólitamente tímida y cohibida. Sonali era un personaje en la ciudad; la clase de persona de la que se hablaba en revistas de cine y en las columnas de chismes de los periódicos; cuyo nombre se oía habitualmente en labios de tías y primos, pronunciado con la idéntica dosis de censura y admiración, envidia e indignación. Era una de esas personas de las que todo el mundo hablaba sin saber bien por qué.