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-Hace más de treinta años que no hay jefe de estación en Renupur.

Entonces apareció el revisor, tan obsequioso como siempre, y condujo a Phulboni a un coche cama vacío. Más tarde, cuando el tren había arrancado con destino a Darbhanga, se acercó sigilosamente a él y le dijo:

-Ha tenido suerte; al menos sigue vivo.

-¿Por qué? -preguntó Phulboni-. ¿Es que ha habido otros que…?

-El año que empecé a trabajar aquí -contestó el revisor-, en 1894, hubo otro que no fue tan afortunado: murió ahí… de la misma forma, tumbado en la vía, al amanecer. El cadáver estaba tan destrozado que nunca averiguaron exactamente su identidad, pero se rumoreaba que era extranjero.

Miró a Phulboni con una sonrisa melancólica y añadió:

-De noche nadie se acerca a esa estación.

-¿Y por qué no me lo dijo? -inquirió Phulboni.

-Lo intenté -dijo el revisor, con su retorcida sonrisa-. Pero usted no me hubiera creído. Se habría reído, diciendo: «Esos aldeanos tienen la cabeza llena de fantasías y supersticiones.» Todo el mundo sabe que, para los hombres de ciudad como usted, tales advertencias siempre tienen el efecto contrario.

Reconociendo la verdad de sus palabras, Phulboni se disculpó y pidió al revisor que se sentara y le contase todo cuanto sabía.

Durante muchos años, dijo el revisor, la garita de señales había sido el hogar de un muchacho llamado Laakhan. El chico fue a parar allí desde algún sitio al norte de la línea poco después de inaugurada la estación. Era un niño abandonado, huérfano por la hambruna, con un cuerpo flaco y macilento y una mano deforme. Entonces no había nadie en la garita de señales, porque ningún empleado quería vivir en un lugar tan aislado y solitario. Así que Laakhan lo convirtió en su hogar. Los revisores y fogoneros que pasaban le enseñaron a utilizar el farol de señales y a manejar el cambio de agujas. Se hizo útil para el ferrocarril y le permitieron quedarse.

El chico era ya adolescente cuando por fin encontraron un jefe de estación para Renupur. Resultó ser un ortodoxo, de las castas superiores: cobró una inmediata aversión por el chico, considerándolo un agravio a su persona. Dijo a los aldeanos que Laakhan era peor que intocable, que tenía una infección contagiosa; que probablemente era hijo de una prostituta; que la deformidad de su mano izquierda era la marca de una enfermedad hereditaria. Hizo lo que pudo por echar al chico de la estación, pero Laakhan no tenía adónde ir. El chico construyó una cabaña de bambú en las vías del apartadero inutilizado y trató de pasar inadvertido.

Eso aumentó la furia del jefe de estación. En una noche sin luna de Amavasya, durante una tormenta, el jefe de estación intentó matar al chico cambiando las agujas y conduciéndolo delante de un tren. Pero nadie conocía la estación mejor que Laakhan, y logró salvarse. En cambio, el jefe de estación tropezó en la vía y cayó al paso del tren.

Ésa fue la última vez que Renupur tuvo jefe de estación.

La mente de Phulboni rebosaba de preguntas: tras escapar a una muerte similar, le consumía la curiosidad por el destino del muchacho.

-Siga contando -rogó al revisor-. ¿Qué fue de Laakhan? Tengo que saberlo; debe decírmelo.

-No hay mucho más que contar -dijo el revisor-. Dice la gente que se ocultó en un tren y se fue a Calcuta. Cuentan que vivía en la estación de Sealdah cuando una mujer lo encontró y le dio casa.

-¿Eso es todo? -insistió Phulboni-. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué pasó con Laakhan?

El revisor adoptó un aire de disculpa.

-Eso es todo lo que sé. Salvo que…

-¿Salvo qué?

-En una ocasión, mi antecesor en este trabajo me contó algo. Me dijo que había hablado con el extranjero; con el que murió en Renupur. El extranjero se acercó a él cuando estaba a punto de dar salida al tren con el banderín. Dijo que había viajado con un joven, oriundo de Renupur. Naturalmente, el extranjero, al ser un sahib, viajaba en primera clase, mientras que el otro iba en tercera. Pero ahora no encontraba al joven: había desaparecido. Mi predecesor no pudo ayudarle; no había visto que nadie más se bajase en Renupur. El extranjero estaba muy molesto y dijo que esperaría en la estación. El revisor, mi predecesor, le advirtió de que, pasara lo que pasase, no debía pernoctar en la estación. Hizo todo lo que pudo para que se marchara, pero el sahib se echó a reír y dijo: «Caray con ustedes, los aldeanos…»

40

-¡Ay Dios mío! -exclamó de pronto Urmila, tirando de la cortina de plástico del reservado.

-¿Qué? -preguntó Murugan.

-Sonali-di -repuso Urmila-. Tengo que encontrar un teléfono.

Cruzó apresuradamente la sala hasta el escritorio del gerente, al fondo del restaurante, y cogió el teléfono. Murugan esperó para pagar la cuenta y luego fue a reunirse con ella.

Cuando llegó a su lado, ella miraba fijamente el teléfono, conmocionada.

-Sonali-di ha desaparecido -anunció-. No se ha presentado en su despacho y no está en su casa. Esta mañana no ha asistido a una reunión de redactores y están tratando de localizarla. Nadie la ha visto desde anoche. En su piso no contestan al teléfono. Al parecer, yo fui la última persona que habló con ella.

-¿A qué hora fue eso?

-Sobre las diez y media, me parece. Fuimos juntas a su casa y me marché sobre esa hora.

-Tengo noticias para ti, Calcuta -le dijo Murugan-. Yo la vi después que tú.

-¿Cómo? -exclamó Urmila-. Pero si ni siquiera la conoces.

-Pero la vi a pesar de todo -afirmó Murugan-. Anoche salí al balcón a eso de la una, y la vi apearse de un taxi: entró en el número tres de la calle Robinson…

Con un gemido de desesperación, Urmila le apartó a un lado.

-¿Por qué no me lo has dicho?

Salió corriendo y paró un taxi.